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El profesor Olier

Semana
27 de marzo de 1989

Hace ya muchos años. Más de los que yo quisiera, y de los que puede resistir el alma sin caer en las trampas perniciosas que le pone la nostalgia. El bus llegó a Cartagena hacia el mediodía de aquel mes de febrero. El sol blanco del Caribe pintaba los muros coloniales y las macetas de astromelias en los balcones. Yo, que apenas levantaba unas cuartas del suelo, con pantalones cortos y las piernas peludas, ingresé al internado, en el cual iba a pasar los próximos ocho años, que fueron, también, los más emocionantes.
El bus pertenecía a una empresa de Montería llamada Sotracor. En mi tierra todos sabíamos que ese nombre significaba "Sociedad Transportadora de Córdoba". Pero mis condiscipulos cartageneros, que tienen cierta tendencia a esa arrogancia urbana que se burla de las gentes rurales, nos decían que la sigla en realidad significaba "Sólo Transportamos Corronchos". Me hicieron pasar horas tristes y lágrimas amargas con esa cruel historia.
Lo recuerdo como si fuera hoy. Ahí estaba él, en la mitad del aula, con su cara de pocos amigos. Enhiesto y serio como el palo mayor de un balandro. Ahora en estos días, los periódicos dicen que tiene 73 años. Confieso que yo pensaba, en aquel entonces, que ya tenía esa edad.
Era el profesor de literatura, pero tenía aspecto de especialista en física nuclear. Unos enormes espejuelos de concha le cubrían casi todo el rostro. Supongo que los había comprado donde Don Generoso Jaspe, que en esos tiempos era el propietario de la unica óptica que había en Cartagena.
Nunca he olvidado que el maestro vestía siempre un traje de paño café, aunque la sofocación del ambiente estuviera sancochando a las personas y las cosas. Jamás se quitó la chaqueta. Y lucía un corbatín de lazo desanudado sobre la pechera.
Recitaba, estremecido por la emoción, las rimas de Becquer, y los versos de algunos poetas mejores, como Góngora. De su boca escuché, por primera vez en mi vida, que existía un oficinista checo llamado Kafka. Nos enseñaba las reglas aburridoras de la preceptiva literaria, y nos puso como tarea una investigación sobre las estrofas que Daniel Lemaitre dedicó a los pescadores de sábalo.
No puedo negarlo, ni quiero: se me pone la carne de gallina cuando abro los periódicos de Bogotá y descubro, con un despliegue que él y su vida se merecen, que la alcaldía de Cartagena acaba de darle su más alta condecoración en reconocimiento a los 55 años que Antonio J. Olier, mi entrañable profesor, le ha dedicado a la actividad periodística.
La vida, que a veces le hace a uno esas concesiones generosas, nos convirtió en compañeros, poco tiempo después de abandonar el colegio, porque nos encontramos trabajando ambos para El Espectador. Fue entonces cuando aprendí lo que no me había enseñado en el salón de clases.
Olier es, como dice en su información Eduardo García, corresponsal de El Tiempo en Cartagena, una verdadera institución del periodismo costeño. Yo creo que es, también, mucho más que eso. Es una lección de decoro, de dignidad, de principios. Para Olier el periodismo es un sacerdocio. Es una tarea apostólica. Es su sangre y sus huesos. Por eso mismo se ha ganado el respeto de la gente y el acatamiento de sus colegas.
Quizás esta historia lo pinte de cuerpo entero. La oficina local de El Espectador, en la capital de Bolívar, estaba situada por aquel entonces en una callecita colonial, aledaña a la iglesia de San Pedro Claver. Entré a ella una mañana, para transmitir a Bogotá la crónica que me habían encargado mis superiores, y estaba sentado a la máquina del teletipo, concentrado en mi tarea, cuando oí retumbar la voz de trueno del profesor. Ocurrió lo siguiente: había entrado en ese momento, al despacho de Olier, un periodista que era tristemente célebre en Cartagena porque escribía una columna dedicada al saqueo de la vida ajena, al chisme parroquial, a meterse sin permiso en noviazgos y amoríos.
Olier que lo ve entrar y se pone de pie, con la energía de un resorte.
- Vea, joven -lo increpó-. Esta oficina es mi segundo hogar. Es mi hogar espiritual. Aquí ejerzo de periodista. Aquí sufro y gozo. Hágame el favor, en consecuencia, de salir de aquí inmediatamente.
No ha transigido nunca en asuntos éticos. Escribe con rigor cuando es necesario, y con dureza, pero nadie puede decir, tras medio siglo, que ha sido víctima de un improperio suyo, o de un despropósito, ni siquiera de una groseria.
Me uno, con el corazón en la mano, al homenaje que Cartagena y Colombia le tributan en estos días al venerable profesor del corbatín suelto. Hace tiempos que no lo veo en persona, pero cuando siento titubear el ánimo, y cuando siento que el periodismo es una máquina de moler hombres, me acuerdo de Olier de su ejemplo, de su vida. Y sigo adelante. Quienes fuímos sus alumnos en el aula, sólo aspiramos, de veras, a merecer algún día el título de discípulos suyos en el periodismo. Vaya un abrazo, maestro, para usted y Carlotica.

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