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El rechazo a la lucha armada

Juan Fernando Jaramillo, miembro de DeJuSticia y profesor de la Universidad Nacional, expresa que quien aboga por el respeto de los derechos de las personas no puede ser neutral ante las acciones de la guerrilla

Semana
22 de septiembre de 2007

En el mes de julio, nos enteramos sobre la participación de varios sindicalistas colombianos –muy probablemente sin saber dónde se metían– en un seminario en Ecuador, en el que habrían intervenido representantes de la guerrilla colombiana y se habría aprobado una moción de respaldo a su lucha. Días después, El Tiempo publicó una entrevista con un dirigente del partido ecuatoriano que organizó el evento. Allí él decía que las Farc “son un pueblo que está peleando, con la forma de lucha que ellos consideran que es la que corresponde al país. Respetamos todas las formas de lucha”.
Lógicamente, esta afirmación generaba múltiples preguntas. Pero no valía la pena adentrarse en el tema, pues, al fin de cuentas, quien había opinado vivía en el extranjero y no conocía sobre nuestra cotidianidad del horror.

Pero el asunto cambia con el debate presentado en el Polo. Ahí hemos escuchado que el senador Dussán llegó incluso a plantear que “no somos ni amigos ni enemigos de las Farc”. El interrogante que esta afirmación plantea es: ¿las personas que creemos en la necesidad de construir un Estado democrático y respetuoso de los derechos de las personas podemos ser “imparciales” ante la guerrilla? Yo creo que no.
Aclaro: la misma Declaración Universal de los Derechos Humanos autoriza la rebelión contra la tiranía y la opresión. Pero ese es el último recurso para situaciones verdaderamente desesperadas, muy distintas a la colombiana. Por otro lado, aunque inicialmente se pensó que el derecho internacional para la protección de las personas se aplicaba solamente a los Estados, lo cierto es que en los últimos años han entrado en vigor distintos convenios del derecho internacional humanitario y del derecho penal internacional que se aplican también a los grupos insurgentes.

Así, en 1977, se aprobó el Protocolo II Adicional a los Acuerdos de Ginebra, que obliga a las partes de los conflictos armados internos –como el de Colombia– a respetar a la población civil. Luego, en 1999, la Organización Internacional del Trabajo aprobó el Convenio 182, en el que se establece que el reclutamiento forzoso de los niños para los conflictos armados constituye una de las peores formas de trabajo infantil. Después, la Convención de Ottawa, de 1997, prohibió el uso de las minas antipersona. Finalmente, en 1998, se aprobó el Estatuto de la Corte Penal Internacional, en el cual se indica que ese Tribunal tiene competencia para juzgar los crímenes de lesa humanidad y los crímenes de guerra.

A pesar de lo anterior, la guerrilla colombiana ha continuado realizando prácticas contrarias a los instrumentos internacionales. Por eso, cada vez se oyen más censuras en su contra por parte de las ONG y de los organismos internacionales de derechos humanos.

Recientemente, en el mes de julio, la organización de derechos humanos estadounidense Human Rights Watch publicó un informe titulado “Mutilando al pueblo. El uso de minas antipersonal y otras armas indiscriminadas por parte de la guerrilla en Colombia”. La misma organización publicó, en 2003, un informe acerca del reclutamiento de niños en Colombia y, en 2001, otro documento sobre el desconocimiento de las normas del derecho internacional humanitario por parte de las Farc. También Pax Christi de Holanda realizó, en 2001, un informe sobre la práctica del secuestro por parte de la guerrilla colombiana. Igualmente, en los informes anuales del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y de Amnistía Internacional se dedican siempre apartes para comentar las violaciones de los grupos guerrilleros al derecho internacional humanitario.

En vista de todo lo anterior, la única conclusión posible es que los que creemos en la construcción del Estado Social de Derecho no podemos ser neutrales en relación con los actos de la guerrilla. Si el derecho internacional y el derecho constitucional coinciden en su objetivo de proteger a las personas, ¿cómo podemos ser indiferentes ante los sufrimientos que los grupos armados rebeldes le causan a la población civil? Y, además, ¿cómo podemos justificar que mientras condenamos duramente los crímenes de los paramilitares y de la Fuerza Pública, soslayemos los que comete la guerrilla?

Por eso, no se pueden entender las vacilaciones de algunos dirigentes del Polo para condenar en forma abierta las acciones de las Farc. Tampoco se entiende el argumento acerca de que el repudio a los crímenes de la guerrilla podría cerrar las posibilidades de una negociación política.

El afianzamiento del Polo como partido político es fundamental para la democracia colombiana. Pero es claro que el Polo solamente podrá triunfar en la política nacional en la medida en que demuestre que, en su condición de partido de izquierda, rechaza con claridad el accionar de las guerrillas. Y ello significa que no puede contentarse con criticar teóricamente la lucha armada como opción política, sino que, además, tiene que censurar directamente los crímenes de la guerrilla.

Algunos han interpretado el debate en el Polo como una expresión de la lucha por el poder dentro del partido. Pero el asunto es mucho más serio. En realidad, en la definición del Polo acerca de su postura ante la guerrilla se juega su futuro político.
Por eso, es muy positivo el comunicado del Polo del miércoles pasado en el que se condena el homicidio de los 11 diputados del Valle y se señala a las Farc como responsables. También es muy importante que en él se rechacen prácticas corrientes de los grupos guerrilleros. En este sentido, se puede afirmar que, sin lugar a dudas, el comunicado va en la dirección correcta.

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