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El siglo XXI

Era natural que al cabo de medio siglo de ensañamiento norteamericano con las ciudades de medio mundo les llegara el turno del terror

Antonio Caballero
15 de octubre de 2001

El 11 de septiembre del año 2001, a las nueve menos cuarto de la mañana, hora de Nueva York, empezó el siglo XXI. En ese momento se vio que los Estados Unidos, la “Fortaleza América”, como se llaman ellos a sí mismos, no son invulnerables. Bastaron dos ataques de terroristas suicidas. Como en 1914 bastaron dos disparos de pistola de un anarquista suicida para que, con la

Primera Guerra Mundial, estallara el siglo XX. Dos ataques contra el corazón del Imperio norteamericano: contra el Pentágono de Washington, símbolo de su poderío militar, y contra las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York, emblema de su pujanza económica.

(Por sana precaución, mientras aún andaba perdido en el cielo otro avión secuestrado sin blanco conocido, las autoridades norteamericanas resguardaron la joya de su predominancia espiritual: evacuaron el Disney World de Orlando).

El doble atentado, con sus millares de muertos, ha provocado horror, como es obvio. Y también estupor, lo cual se entiende menos. Pues era natural. Un avance natural en el método del terrorismo, que ha sido desde siempre el usado por los débiles para hacerles la guerra a los fuertes. Hace casi 50 años un independentista argelino explicaba: “Ponemos bombas en los supermercados de París porque no tenemos aviones para bombardear los pueblos de Francia como los que usan los franceses para bombardear los pueblos de Argelia”. Un avance que consiste simplemente en que de poner una bomba en un avión de pasajeros se pasa a usar un avión de pasajeros como si fuera una bomba.

Y un avance natural, también, en el fondo de la guerra entre los fuertes y los débiles. ¿Por qué los bombardeos iban a ser siempre al revés, de los fuertes contra los débiles, y no de los débiles contra los fuertes? Era apenas natural que al cabo de medio siglo de ensañamiento de los gobiernos norteamericanos contra las ciudades de medio mundo —Tokio, Dresde, Hiroshima, las aldeas de Corea, Hanoi, Beirut, Panamá, Trípoli, Kabul, Bagdad, Belgrado— les llegara el turno del horror también a Nueva York y a Washington. Llevan toda la vida sembrando vientos de rencor por el mundo: no deben asombrarse de que ahora venga la cosecha de tempestades. Y es que los atentados terribles del 11 de septiembre (aniversario del bombardeo de Santiago de Chile por orden del secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger, que acaba de empezar a predicar de nuevo la guerra preventiva contra todos) son hijos de la que el iraquí Saddam Hussein llamó “la madre de todas las batallas” hace una década: aquel arrasamiento total e impune de su país desde el aire, desde el mar, desde lejos (que aún prosigue), que les hizo pensar a los estadistas y a los estrategas norteamericanos que la guerra podía hacerse sólo con la sangre ajena.

Se asombraba un general francés durante la reciente guerra de Kosovo, en la antigua Yugoslavia: “¿Qué clase de soldados son estos, que quieren matar sin correr el riesgo de que los maten a ellos?”. Pues son, general, soldados norteamericanos: no están acostumbrados a que los maten.

Porque, hasta ahora, los Estados Unidos jamás habían sido tocados en su territorio por los desastres de la guerra. Al menos desde 1814, cuando en su fallida tentativa de reconquista de las colonias las tropas inglesas tomaron Washington y quemaron la Casa Blanca y el Capitolio, todavía sin terminar. O, si se quiere, desde la pintoresca cabalgata del mexicano Pancho Villa un siglo más tarde, cuando pasó a Texas “a devolver la frontera”. El ataque japonés a Pearl Harbour de 1941 fue en Hawai, a 10.000 kilómetros de la costa continental de los Estados Unidos. Por eso los norteamericanos se creían seguros en su continente-fortaleza, y de ahí el desencajado desconcierto del presidente Bush cuando le dieron ante las cámaras de la televisión la noticia de lo de Nueva York y lo de Washington. ¿Cómo? ¿Aquí? ¿El juego no consistía acaso en que los bombardeos fueran allá, y no aquí? No podía creerlo. Ni él, ni sus compatriotas. Por primera vez en su historia, los norteamericanos han descubierto que la guerra puede costar sangre propia.

Sangre de civiles, se dirá con reproche. Sí: también eran civiles los habitantes de la Hiroshima aniquilada por la bomba atómica del presidente Truman, y los del Hanoi machacado por los bombardeos de alfombra de los B-52 del presidente Nixon, y los del Beirut cañoneado por los portaaviones del presidente Reagan, y los de la Bagdad pulverizada por los cohetes ‘inteligentes’ del presidente Bush (padre) como en un —decían— “árbol de Navidad”. Desde la Primera Guerra Mundial para acá, el 90 por ciento de las víctimas de todas las guerras han sido civiles. (En este caso de ahora es de suponer que por lo menos los muertos del Pentágono serían militares ¿no?).

Ahora vienen, ya anunciadas por Bush, las represalias. No se sabe todavía contra quién. Pero apuesto a que habrá más civiles muertos que en las Torres Gemelas.