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El valor de las encuestas

Es un error tanto sobreestimarlas como subestimarlas. Si se miden los márgenes de error, puede verse que los sondeos tanto del Brexit como de la elección de Trump no estuvieron tan desatinados como se dijo. Mientras que el plebiscito de la paz era una consulta atípica con pocos precedentes en el país.

Alfonso Cuéllar
8 de diciembre de 2017

Hay dos suposiciones que cada vez toman más fuerza y que de tanto repetirlas se asemejan a una verdad absoluta. La primera parece tallada en mármol: que no se puede confiar en las encuestas y por lo tanto es preferible y conveniente para la democracia ignorarlas. La segunda es corolario a la anterior: que las elecciones de 2018 no tienen precedentes y entonces revisar y evaluar los resultados de sondeos de opinión es una pérdida de tiempo. O algo peor.

Las victorias de los del Brexit, del No al plebiscito y especialmente la de Donald Trump generaron una crisis de credibilidad en las encuestas. Un posterior análisis, ya sin el afán frenético de la coyuntura inmediata de nuestros tiempos, concluyó que no fue tanto el descache. Que en el Brexit el resultado final estaba dentro del margen de error; que Trump perdió nacionalmente por dos puntos como auguraban los encuestadores y que lo del plebiscito fue un hecho aislado y atípico. No es una hipótesis descabellada: no había experiencia en medir una consulta de esta naturaleza. Súmele la costumbre bizantina de prohibir la difusión de sondeos una semana antes del día de votación. Nunca se sabrá cómo y cuánto favoreció al No el grotesco espectáculo de la firma del acuerdo en Cartagena con Nicolás Maduro en primera fila y Timochenko en rol de estadista, el lunes antes del plebiscito. Pero que ayudó, ayudó. Palabra que sí.  

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En 2017 quizás los comicios más inciertos y la mayor prueba para quienes creen en la ciencia de las estadísticas y la probabilidad, fueron las de Francia. Allí los encuestadores acertaron no sólo con el orden sino con los porcentajes (23-21-19-19). El ejemplo francés es relevante para Colombia, donde se anticipa una competencia igual de reñida, mas no inédita en el país.

La contienda de 2018 tiene una similitud peculiar con la situación de las candidaturas en diciembre de 2009. Hasta en los nombres. Sergio Fajardo, el hoy puntero, registraba un 10 por ciento de apoyo. Gustavo Petro oscilaba en el 12 por ciento y Germán Vargas Lleras apenas el 4 por ciento. Noemí Sanín era la favorita con el 19 por ciento, la misma cifra de Fajardo en la muy reciente encuesta de Semana/Caracol/Blu Radio/Invamer. El candidato liberal Rafael Pardo registraba el 7 por ciento, un guarismo parecido al de Humberto De La Calle.

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Juan Manuel Santos, el del Partido de la U de Uribe, era segundo con el 13 por ciento. ¿Y Antanas Mockus? El dos por ciento, con el cual le ganaría hoy a Alejandro Ordóñez y empataría con Rodrigo Londoño ”Timochenko”.

Hay más coincidencias: los aspirantes del Centro Democrático quieren emular la exitosa campaña de Santos. Como Noemí, Marta Lucía Ramírez busca no sólo consolidarse como la candidata conservadora sino recibir el apoyo del uribismo, que le fue esquivo a quien ocupó la embajada de España en el gobierno de Uribe y fue la primera en plantear la posibilidad de la reelección del entonces presidente.

No se cumplió la foto de diciembre 2009. De los cuatro primeros, sólo Santos llegó a la segunda vuelta.

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El mensaje es claro: estar de primero a cinco meses de las elecciones no significa nada. Horacio Serpa lo vivió en 2001-2002: pasó de llevarle una ventaja de 41-25 a Uribe a perder 53-31.

Es normal que las encuestas no den en el blanco cuando falten más de 150 días para la votación. Hay muchos imprevistos como ocurrió con el repentino rompimiento del diálogo en el Caguán en febrero de 2002 o la ola verde que surgió después de las elecciones legislativas de marzo 2019. Pero que no acierten hoy, no significa que no sean necesarias. Juegan un papel crítico y a veces cruel:  reducen el número de candidatos a una proporción manejable. Es crudo, pero no hay un sistema más eficaz.

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