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La presunción de inocencia

Se coloca impúdicamente y sin vergüenza alguna la política partidista por encima de la verdad.

Jesús Pérez González-Rubio , Jesús Pérez González-Rubio
23 de marzo de 2017

En medio de la confusión reinante, nada más apropiado que volver a los conceptos básicos.

Los liberales franceses que redactaron la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789, consagraron en su artículo 9°: “Todo hombre se presume inocente hasta que haya sido declarado culpable, si es juzgado indispensable detenerlo, todo rigor que no sea necesario para asegurarse de su persona debe ser severamente reprimido por la ley”.

De esta manera una persona es siempre inocente, o porque nunca ha cometido un delito o porque los jueces lo declaran no culpable.

Teóricamente se podría establecer que se presume la culpabilidad del acusado, o que no se presume ni la inocencia ni la responsabilidad, aunque respecto de la segunda opción es necesario aclarar que no es viable porque se es inocente, o se es culpable, y en consecuencia, hay que presumir uno de estos dos estados. Los penalistas de tendencia autoritaria presumen la culpabilidad.

Entre nosotros, como en el resto de países demoliberales de Europa, de América y de otras partes, “Toda persona se presume inocente mientras no se haya declarado judicialmente culpable”. De esta suerte nadie es culpable a menos que una sentencia en firme de juez competente lo declare tal. En consecuencia, al sospechoso de un delito se le debe dar el trato de inocente mientras no se produzca su condena. Es en razón de este principio que se ha consagrado el de in dubio pro reo, es decir, que la “duda razonable” se resuelve a favor del incriminado.

Sobre la base de que quien juzga actúe de buena fe, dada la fragilidad de la condición humana, es posible que el aparato de justicia condene al inocente y absuelva al culpable. Lo primero es peor que lo segundo. Casos terribles se han visto, más terribles aún cuando al inocente se le ha aplicado la pena de muerte, como en Estados Unidos con los esposos Rosenberg o por lo menos con Ethel, que nada tuvo que ver con el supuesto espionaje de su esposo.

Pues bien, en la sociedad colombiana, culturalmente presumimos la culpabilidad. Y es así como se habla, incluso por periodistas prestigiosos una y otra vez, de probar la inocencia. ¡Qué horror!

Nos hemos acostumbrado a tomar la acusación como verdad revelada y resolvemos la duda en contra del acusado. Se excluye, de entrada, que este pueda decir la verdad. La posibilidad de que diga la verdad nos parece inconcebible. Y a partir de ahí elaboramos todo tipo de sospechas y suposiciones que al final terminamos presentando como hechos cumplidos.

Si la campaña presidencial del 2010 o del 2014 en alguna de las dos vueltas es acusada de recibir dineros privados de manera ilegal, por ejemplo, un millón de dólares que se le habrían entregado al señor Andrés Giraldo supuestamente con destino a Roberto Prieto y que su “beneficiario final habría sido la gerencia de la campaña ‘Santos Presidente-2014´”, la reacción es la de asumir como un hecho incontestable que esos dólares sí entraron a esa campaña. Y si el candidato afectado afirma que no tenía información al respecto y condena el hecho, no se le cree aunque no haya prueba en contrario. Es como si se olvidara de manera irremediable que quien afirma está obligado a probar el hecho que imputa y la responsabilidad del acusado.

Lo más probable, me parece a mí, es que tanto el presidente Santos como el excandidato Zuluaga dicen la verdad cuando afirman que desconocían los aportes disimulados de Odebrecht, que constituyen evidentemente una ilegalidad a la luz de la Constitución y de la ley: “Es prohibido a los partidos y movimientos políticos y a grupos significativos de ciudadanos, recibir financiación para campañas electorales, de personas naturales o jurídicas extranjeras” (a.109). Y para ello no se tiene en cuenta que se trata de dos personas honorables sin antecedentes disciplinarios y menos aún penales. Es que se coloca impúdicamente y sin vergüenza alguna la política partidista por encima de la verdad. Nada sorprendente en esta época en que ella es la primera víctima aún en estos tiempos de paz. Quizá porque la oposición se tramita como una guerra, cuando es apenas un juego de ajedrez en que el ganador se queda con el poder apenas por un corto tiempo gracias a la alternabilidad propia de las democracias.

De lo anterior resulta indispensable volver norma constitucional lo más rápidamente posible la propuesta del presidente Santos: “La financiación 100 % estatal, que creo que es una buena alternativa, se debe complementar con la capacidad de investigación para que las reglas se cumplan y los recursos que se usen sean únicamente los autorizados”. (El Tiempo, 19 de marzo 2017) Y propone la creación de una especie de UIAF que persiga los dineros ilegales en las campañas electorales. Pero no basta. Es necesario elevar a la categoría de delito para quien dona y para quien recibe, la violación de la prohibición que se establezca.

Finalmente, quisiera hacer mías las siguientes palabras de María Jimena Duzán en su artículo de la revista SEMANA en circulación:

“este país, que nunca le ha reconocido nada a Juan Manuel Santos, debería… exigirle que no renuncie al imperativo moral de llevar a buen puerto la paz que pactó en La Habana”.

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