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Es mejor ser peruano

Prefiero ser paisano de La Tigresa del Oriente, antes que de la Gata del Norte, Enilce López

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
12 de enero de 2019

No habíamos desempacado AÚN las maletas de las vacaciones, cuando le pedí a mi familia que nos fuéramos a Perú:

–Ni se molesten en sacar la ropa –les dije–. Seguimos derecho para Lima.

–¿Lima? –preguntó con angustia mi hija menor.

–Sí. Lima o Arequipe.

–Es Arequipa –me corrigió mi mujer.

–No importa el género, nos vamos para allá; nos volveremos ciudadanos peruanos a mucho honor.

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Suena extraño, lo reconozco, pero ese era mi primer propósito de 2019: hacerme ciudadano peruano. Instalarme en el Perú, el país de Vargas Llosa, no de Vargas Lleras; la tierra del Inca, no del Inco; el lugar en que Paracas es un destino, y no las organizaciones que han llevado al poder a la tercera parte de los políticos colombianos, y matan sin contemplación a los líderes sociales. Y con el pasaporte peruano en mi mesita de noche, ser parte de un país en construcción, sí, en el cual tendría que compartir ciudadanía con la cantante Wendy Sulca, sí, pero en cuya capital existe un metro y la justicia funciona de verdad.

–Deja de decir bobadas –me regañó mi esposa–. Desde que cayó Kuczynski, ni siquiera sabes quién es el Presidente de allá…

–Pero tampoco sé quién es el Presidente de acá –me defendí.

Prefiero ser paisano de La Tigresa del Oriente, antes que de la Gata del Norte, Enilce López

–Además –se sumó al ataque mi hija mayor–. ¿Del Perú no es La Tigresa del Oriente, esa cantante de la que tanto te burlas?

–Pues sí –contraataqué–, pero prefiero ser paisano de La Tigresa del Oriente, antes que de la Gata del Norte, Enilce López.

Trasladar nuestras vidas al Perú nos exigiría sacrificios, no digo que no: ninguna expatriación es placentera. Resultaría doloroso renunciar a compartir ciudadanía con senadores colombianos tan valiosos como el uribista Carlos Fernando Mejía. Este comienzo de año se hizo famoso porque exigió compostura a los muñecos del carnaval de Pasto: le estaban faltando el respeto al señor Presidente. Humor sí, pero no así, por poco dice. En cualquier momento redactará el proyecto de ley para regular el humor de los carnavales y definir qué se permite y qué no: “Artículo primero: No se podrá satirizar al Presidente como cerdo ni como marioneta. Artículo segundo: Se prohibirá la ingesta de lechona, marranitas y todo tipo de comida criolla que se preste para chistes. Artículo tercero: Será obligatorio confeccionar muñecos de año viejo con los ojos brotados y fajos de billetes en una bolsa”.

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Pero desprenderse de Colombia no solo significaba dejar atrás el liderazgo de senadores tan cultos como el señor Mejía, sino las raíces de esa patria que, como bien decía el Presidente Duque, se forjó con la ayuda crucial de los padres fundadores americanos, como George Washington, quien, cuando vino al Puente de Boyacá, se enamoró de las arepas de “BurnedSale”, o Ventaquemada.

Irse al Perú: cambiar a Claudia Gurisatti por la señorita Laura; admirar obligatoriamente ya no a Petro, sino a Ollanta Humala. No resultaba un cambio sencillo.

Pero a cambio me esperaba un país digno en el que el Uribe de ellos, en lugar de poner presidentes, atiende a la justicia; y en el cual las medidas para reactivar el empleo no pasan por el suicidio de imponer más impuestos. Hay mucho por aprender.

–Denle un carrito sanguchero a este hombre –debería gritar Alicia Arango en los nuevos consejos comunales, para que se note su presencia.

Irse al Perú: formar parte de un país en que, a diferencia de lo que sucedió en Colombia, el pueblo aprobó una consulta anticorrupción de manera contundente.

–Por favor –me bajó mi mujer de la estratosfera–. Ve llevando la ropa sucia de esta maleta al lavadero.

–¡Acá no nos quedamos! –me resistí–. Quiero vivir en un país serio, como Perú. Habrán tenido a Abdalá Bucaram, pero qué podemos decir nosotros con el Presidente Duque…

–Bucaram –me corrigió– era ecuatoriano; y compararlo con Duque es un exabrupto.

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Y en eso podía tener razón: Bucaram no sabía sostener una pelota en la frente, y jamás se le vio haciendo magia con naipes.

–Allá –ataqué de nuevo– el fiscal general tuvo que renunciar. Terminó quemado el 31 como muñeco de año viejo: nada de decir jijiji… ¡Allá, Keiko Fujimori está presa! ¡Fujijijimori! ¡Y de allá es Stephanie Cayo!

Pero mientras mis hijas lloraban ante la sola idea de abandonar Colombia, mi mujer desempacaba la maleta sin siquiera oírme. Y me fui haciendo a la idea de seguir en las mismas este año, acaso con el deseo secreto de que en Pasto vayan confeccionando un muñeco burlesco con la cara del fiscal: es la única justicia con que contamos.

Obedecí, pues, órdenes. Llevé la ropa sucia al lavadero y, de regreso al cuarto, paré en la nevera para endulzar mi amargura con una cucharada de Arequipa. O de arequipe: el género no importa. Y me lo comí en honor a los hermanos peruanos. 

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