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¡Esto no es Venezuela!

La democracia en Latinoamérica tiene dos grandes retos que van de la mano. La superación de la pobreza y la mejora en el acceso a la educación y la calidad de la misma. Durante décadas ha sido importante pero ahora es urgente y decisivo para el futuro del modelo democrático en el continente.

Mauricio Carradini
26 de mayo de 2018

En las próximas semanas Colombia y México escogerán presidente, y las encuestas indican que hay una alternativa que sería un quiebre tanto en el modelo político como económico del país. En los dos casos, la representación pura del nefasto y fallido socialismo latinoamericano.  

Un socialismo que para cerrar las brechas entre pobres y ricos, en vez de propender por mejorar las condiciones de los pobres, parte del resentimiento y la rabia para demoler lo construido y reinventar a las naciones, siempre peleando con la propiedad privada, la inversión extranjera, los compromisos internacionales y las asociaciones con otras democracias. Ahí está a la vista de todos la Venezuela que se han reinventado, pero cuando se menciona como ejemplo, algunos siempre corren a decir "¡Esto (Colombia o México), no es Venezuela!".

Las similitudes entre el Petro de Colombia y el López Obrador de México no pueden ser más notorias. Un autoritarismo tanto de acción como de ideas -sin tener la autoridad intelectual para fundamentarlo-; falta de estructura y flujo lógico de ideas; soluciones simplistas -en su mayoría ya probadas y fallidas-; y el recurso al facilismo conceptual de un único origen para todos los problemas del país: la corrupción y las clases políticas tradicionales.

Tanto en Colombia como en México, hay un cultivo ideal para su populismo y demagogia: El descontento de la gente con el gobierno y la creencia de que cualquier cosa diferente no puede ser peor que lo que ha gobernado a los países los últimos ocho y seis años, respectivamente. Una abrumadora mayoría de colombianos desaprueba la gestión de Santos -alrededor del 80%-, y la gran mayoría de mexicanos está indignada con lo que el PRI de Peña Nieto ha hecho a nivel federal y estatal.

El descontento y la indignación, en ambos casos, son fundamentados. Santos traicionó tanto a los que estaban a favor del acuerdo de paz, como a los que se oponían a él. Para el colombiano del común las trampas de Santos, su marrullería y negocios con las cortes y el congreso para burlar la constitución, representan la política tradicional y el "todos los políticos son iguales". Peña Nieto prometió un nuevo PRI con una nueva generación de líderes, y muchos de sus gobernadores son buscados por robo y malversación de cientos, y en casos de miles, de millones de dólares.

El caso de México es más grave que el de Colombia. López Obrador lidera las encuestas y cuenta con el apoyo de grupos económicos y conglomerados de medios poderosos, quienes seguramente simplemente ya están acordando condiciones para coexistir en lo que se perfila como un ambiente hostil para empresarios, millonarios y multinacionales.

Petro, por otro lado, es rechazado por los empresarios y aparte de algún editor político, no cuenta con un medio de comunicación importante que crea en su proyecto y mucho menos que lo apoye. No sería de extrañar que detrás del poder en redes sociales y de la logística de la manifestaciones a favor de Petro estén los narco-petro-dólares venezolanos, pero no será el flojo y débil gobierno de Santos el que proteja a la democracia colombiana de la intromisión extranjera en las elecciones, así que probablemente esto nunca se sepa.

Aunque México y Colombia no se parezcan a la Venezuela de 1998, la verdad es que a Chávez lo eligieron porque la gente tenía rabia y quería algo diferente, y eso sí es lo mismo que está pasando con buena parte del electorado en los dos países.

El votante promedio quiere ver que las cosas mejoran, si no de un día para el otro, sí después de ocho años. Santos hizo todas las trampas posibles en nombre de la paz y exigió sacrificios enormes para lograrla. La reducción de víctimas como causa del conflicto no ha pesado lo suficiente dentro de la percepción de seguridad de los colombianos. Para el colombiano promedio Santos descuidó la economía y al país, disparó la corrupción y las cosas no cambiaron.

La rabia con el PRI en México es más profunda y grave. Aparte de los escándalos de corrupción, México es el único país del continente donde el número de pobres ha crecido en el período reciente, y esto en un escenario en donde reformas estructurales han generado inflación y empobrecimiento de la clase media. Una parte de la clase educada y del empresariado del país se siente burlada por el PRI -y por el PAN- y va también por un cambio. El que sea.

Las clases dirigentes y la clase política tradicional son los inmediatamente afectados cuando este socialismo sin experiencia de gobierno y con ínfulas de revancha reformista llega al poder. Y lo hace impulsado por la rabia de un segmento de población sin educación y sin esperanzas de cambio. Precisamente eso se esperaba que la clase dirigente y los políticos tradicionales solucionaran en las últimas décadas en Colombia y México.

En el mediano plazo, esos pobres sin esperanza, los poco educados y los ilusos socialistas reciben subsidios y prebendas del estado y todo les parece mejor. En el largo plazo, ya no hay con qué mantener la ilusión. Al socialista latinoamericano le gusta matar la vaca lechera para comerse la carne. Ahí tienen a Petro y a López Obrador prometiendo arruinar el negocio petrolero de dos estados que en buena medida viven de él. En el largo plazo los ricos se habrán ido, la economía estará peor que antes, los pobres serán más, y más pobres que nunca y los vicios de los políticos tradicionales parecerán bendiciones comparados con las mañas del socialista ladrón y sin experiencia.  

La apuesta del socialismo es tomarse la democracia para acabarla desde adentro. Ese fue el juego de Chávez y hoy Colombia y México tienen a dos de sus grandes admiradores buscando perpetuar su legado. Y si eso quieren los votantes, al fin de cuentas, es porque hay mucho de cierto en aquello de que los pueblos tienen los gobernantes que se merecen.

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