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El florero de Llorente

Con las Farc inermes y participando en política, se abren valiosos espacios para confrontar sus visiones del país

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
7 de julio de 2017

Nadie que haya pasado por la escuela primaria ignora que la disputa en torno al préstamo de un florero fue el evento que dio origen, en fecha precisa, 20 de julio de 1810, al proceso de conversión de Colombia en un país independiente. Que ese acontecimiento sea cierto o no poco importa cuando se trata de construir los mitos fundacionales de la Nación. Aún si lo fuere, aceptar que fue el origen de la independencia de la Nueva Granada es un disparate: en muchos otros países de la región se dio en ese mismo año comienzo a la revuelta contra el dominio español, a pesar de que en ninguno de ellos se presentó, como dicen los manuales escolares, una “reyerta” sobre el préstamo de un objeto que serviría para decorar la cena en honor de un funcionario de la Corona en su visita a la capital del virreinato.

Conscientes de la importancia de apropiarse de los relatos históricos, las Farc trabajan para convertir a “Tiro Fijo” en el fundador de la Nueva Colombia y epígono necesario del Libertador; y al levantamiento ocurrido en Marquetalia a comienzos de los años sesenta de la pasada centuria, en una batalla tan importante como la de Boyacá en 1819. Es lo que siempre hacen los revolucionarios cuando triunfan: Stalin es el continuador de Marx y Lenin; Fidel de José Martí. Chávez fue más lejos: en su delirio acabó por creer que era -literalmente- la reencarnación milagrosa de Simón Bolívar. (Debe ser cierto: a veces aparece en forma de “pajarito”).

Lo que importa no es la verdad, sino lograr que la nueva narrativa pase a ser parte de la memoria colectiva y sirva de justificación a un vasto rediseño institucional. Anota al respecto el ex canciller Julio Londoño en Semana: “Nadie hubiera pensado en 1960, que un grupo de 30 hombres armados llamados en ese entonces “bandoleros” ubicados en “Marquetalia”, una remota vereda de Gaitania en el sur del Tolima y dirigidos por un tal Pedro Antonio Marín al que llamaban “Tiro Fijo”, lograran sesenta años después, con el uso indiscriminado de la violencia, con la indolencia del Estado y la indiferencia de sus dirigentes, que sus tesis fueran incorporadas en el ordenamiento legal del país. Algo semejante, jamás lo había obtenido un grupo armado en una Nación que se dice “democrática”. 

Este proceso de apropiación del pasado para transformarlo radicalmente tiene manifestaciones múltiples. Me limitaré a dos.

Antes era claro, por ejemplo, que las Farc eran un poderoso cartel del narcotráfico. Hoy esa teoría, que gozaba de sólidas evidencias, se ha esfumado. El Acuerdo Final nos informa del “compromiso de las FARC-EP de contribuir (…) con la solución definitiva al problema de las drogas ilícitas, y en un escenario de fin del conflicto, de poner fin a cualquier relación, que, en función de la rebelión, se hubiese presentado con este fenómeno”. Lo que teníamos por una realidad incuestionable se ha transformado en una mera hipótesis…

En el acto de dejación de armas del 27 de junio, el ciudadano Rodrigo Londoño -antes “Timochenko”- dijo de cara al mundo: “El acto que nos congrega es producto de un acuerdo bilateral, en el que ambas partes, Estado y guerrilla, asumimos el compromiso de no utilizar nunca más las armas en la política, esta es la apertura de una nueva era hacia una democracia liberal en el que el Estado se ha comprometido a no utilizar las armas para perseguir a opositores o al pensamiento crítico”.

Noten la enormidad de su afirmación: el Estado ha perseguido durante largos años a sus adversarios políticos o intelectuales. Por fortuna, y en virtud del acuerdo logrado con quienes representan al pueblo oprimido, se ha comprometido a abandonar esas censurables conductas. A pesar de su historial funesto, Colombia será ¡por fin! una democracia.

Yo hubiera esperado que nuestro Presidente expresara su júbilo por el fin del conflicto, que reivindicará el triunfo moral de las instituciones de la República contra los alzados en armas; y que reconociera que sus adversarios han sido leales en el cumplimiento de los compromisos asumidos, razón suficiente para que se les abran los espacios de la vida civil y la participación en política, todo ello con el acucioso respaldo de las autoridades. Hubiera destacado los avances en el otorgamiento de las amnistías de jure, en los planes de reinserción y en la puesta en marcha de la justicia transicional, temas cruciales sobre los cuales nuestra contraparte ha presentado glosas.

No fue así. Con el respeto que el Presidente merece, debo decir que no me sentí representado, como ciudadano y servidor público que por muchos años he sido, en su discurso. Lo cito: “Sin armas, sin violencia, NO somos más un pueblo enfrentado entre sí. NO somos más una historia de dolor y de muerte en el planeta. ¡Somos un solo pueblo y una sola nación avanzando hacia el futuro dentro del cauce bendito de la democracia!”

Dejando de lado la hipérbole (antes estábamos en guerra, ahora estamos en paz), encuentro en las palabras del Presidente una velada justificación del levantamiento de las Farc. En efecto: los agentes del Estado no habrían actuado en cumplimiento de sus deberes constitucionales; por el contrario, su intención verdadera fue la de perseguir a un pueblo que, con justicia y razón, se alzó en armas. “Gracias a Dios”, en adelante seremos una Nación unida que busca nuevos horizontes en paz y democracia. Este fue el mensaje que recibió el país y el que se llevaron los voceros de la comunidad internacional que asistieron al acto. ¡Qué pensarán los integrantes de las Fuerzas Armadas y sus familias!

El contencioso que aquí planteo no es meramente académico. Dos de los posibles candidatos a gobernarnos en el próximo cuatrienio han sido vicepresidentes; otros, funcionarios de alta jerarquía. ¿Cómo votar por quienes han sido vicarios de un régimen que, según se dice, ha sido un paradigma de opresión? ¿Les pediremos que previamente reconozcan sus culpas y se arrepientan?

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