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¡Feliz tricentenario!

Bien podemos defender, si se nos permite la analogía, que la memoria es a la inteligencia lo que el dinero es a la vida buena: algo necesario, mas no suficiente.

Semana
23 de julio de 2010

Colombia es un país de desmemoriados. Creer que la inteligencia consiste en tener buena memoria es tan errado, tan traído de los cabellos, que solo podía hacer carrera en una población cuya memoria promedio no fuera superior a la de un pollo. Como la nuestra, porque en estas tierras, y hasta hace apenas un par de décadas, demostrar buena memoria era un requisito suficiente para ser promovido de profano al grado de inteligente. Y la creencia persiste.

No es este, sin embargo, el único síntoma que podemos mencionar. Varios aspectos de nuestro comportamiento también se explican a partir de la falta de memoria. Los colombianos somos buenos para festejar, para echar la casa por la ventana; malos, eso sí, para planificar, para pensar en el mañana; somos incumplidos, hasta más no poder, aun siendo este uno de los factores que más perjudica a una persona en medio de semejante superpoblación; llegamos a olvidar, incluso, los nombres y rostros de los políticos corruptos –pues los reelegimos–. El desenfreno, la irresponsabilidad y la insensatez, entre otros vicios que tanto nos caracterizan, no obedecen a una mala voluntad (no, los colombianos somos gente buena): emanan de nuestra falta de memoria.
 
Gran parte de la conmemoración del bicentenario –mal hubiera hecho en ser una excepción– se dejó llevar por este eterno y desenfrenado presente en el que vivimos: muchos desfiles, conciertos y espectáculos, poca reflexión. Pero hubo. Hay que decirlo. Y, con orgullo, hay que aplaudirlo.

Es de aplaudir, por ejemplo, el material que en History Channel se está presentando, por estos días, en torno al bicentenario. Porque gran parte de esta iniciativa aporta miradas muy frescas, críticas y constructivas con respecto a esta importante conmemoración, para toda América Latina. Una, en particular, permítasenos recomendar: “Bicentenario: Ruta de encuentros”. Un documental en el que varios intelectuales, bajo la conducción y el guión del historiador colombiano Lorenzo Acosta, indagan no solo por la forma en que se dieron los movimientos independentistas en Colombia sino también por el país que, a partir de entonces, hemos creado. Acosta nos deja con la sana sospecha de que las libertades que ganamos con estos procesos apenas están definiéndose. Porque confianza como nación, dice él, solo podemos mantener si abrazamos el pluralismo (proceso en el que todos podemos y debemos aportar).

Son justamente este tipo de iniciativas las que sugieren que no todo está perdido. Que nuestra desmemoria no tiene por qué constituir un problema irresoluble. Bien podemos defender, si se nos permite la analogía, que la memoria es a la inteligencia lo que el dinero es a la vida buena: algo necesario, mas no suficiente. No es pues una memoria fotográfica lo que necesitamos. Porque, como el dinero, la memoria no es un fin en sí mismo, es un medio para volver sobre el pasado.

Hay por lo menos dos maneras de hacer esto, dos maneras de concebir la historia. Una es en plan de trance, de admiración reverencial. Es la forma propia del ‘fetichismo decimonónico’, para ponerlo en términos del famoso historiador Edward Carr. Se trata de acercarse a los hechos y documentos, como quien entra a un templo, para contemplarlos (con la frente humillada) como una verdad revelada de la que después se hablará en un tono reverente.

Fue así como este martes asistimos a la apertura de la urna centenaria, para descubrir sus treinta y dos documentos sacralizados; que no nos dirán nada, por lo menos nada sobre nosotros, porque nada queremos que nos digan: con contemplarlos a la distancia bastará.

La otra manera es ir en plan de visita, de diálogo constructivo. Porque, siguiendo a Carr, la historia es un proceso continuo de interacción entre el historiador y sus hechos, un diálogo sin fin entre el presente y el pasado. Esta es, por supuesto, una postura más sana que la anterior: el pasado como una clave para la comprensión del presente.

Pero puede ser todavía mejor. Fue Nietzsche quien afirmó que la falsedad de una opinión no encierra para nosotros objeción alguna contra ella, que el problema radica en saber hasta dónde contribuye a prolongar la vida, a preservarla, a amparar o, aun, a crear la especie. Bien podríamos complementar la postura de Carr con este sano pragmatismo nietzscheano. Bien haríamos en superar el fetichismo decimonónico, superando al mismo Carr: poniendo la historia al servicio de nuestro futuro, de lo que queremos ser.

Hagámoslo. Podemos incorporar esta concepción pragmática de la historia en nuestra desmemoria. Porque el pasado no es ajeno. Es una fuente de combustible vital para la construcción del futuro. No sigamos examinando hechos y documentos históricos como bichos raros, como mensajes que intentan darnos muestras de una existencia extraterrestre –como los que enviamos en nuestras sondas espaciales–.

Bien es sabido que la NASA, para dar cuenta de la existencia de la Tierra (a una posible civilización extraterrestre), ha lanzado varias sondas espaciales con diferentes mensajes y en diferentes formatos. Es apenas lógico, porque nadie sabe que existimos. Con todo el respeto por las personas que hace cien años tuvieron la iniciativa de la urna del centenario, parece que ésta –con sus treinta y dos documentos de la época– funciona de manera similar a dichas sondas. Funciona mal. Porque en lugar de legarnos sus presentes –en lugar de darnos cuenta de su existencia–, más hubieran hecho en trasmitirnos sus deseos, sus esperanzas, aquello con lo que soñaban que cien años después ya hubiera conseguido su país.

Dicen que habrá una convocatoria ciudadana para saber qué guardará la urna bicentenaria. Que se creará una plantilla con opciones de los posibles documentos y objetos que queremos legarle a la Colombia futura (a la encargada de celebrar el tricentenario). En lugar de un paquete de objetos sacralizados, en lugar de una caja de notario o enamorado, esa urna es una excelente oportunidad para la superación del fetichismo decimonónico y la asunción de una memoria pragmática.

Actas, fotos, discos, cabellos y hasta recortes de uñas podemos incluir en ella, pero solo una cosa no puede faltar: nuestros buenos propósitos, aquellos en los que desde ya estamos trabajando. El mensaje de lo que esperamos que Colombia sea para entonces: una Colombia libre, desarrollada, pluralista y menos desigual; una Colombia en donde se respete la vida (de cualquier persona); una Colombia sin falsos positivos, ni otros crímenes de Estado; una Colombia en donde ya no se compre el voto y en donde, mucho menos, se esté dispuesto a venderlo.

Todo el mal actual de nuestro país, el firme deseo de su erradicación y su no repetición –como parámetro de cualquier pensamiento ético y político que actualmente se desarrolla en Colombia–, ese debería ser nuestro mensaje.

A esa Colombia –de haber logrado estos, nuestros más firmes y buenos propósitos–, podemos desde ya desearle, de todo corazón: ¡Feliz tricentenario!

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