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El odio de Uribe como fórmula de éxito

Decir que el expresidente y senador no es un político hábil es mentir. Su habilidad para conectar su odio con el de una gran mayoría de los colombianos ha sido, en términos proselitistas, un rotundo éxito.

Joaquín Robles Zabala, Joaquín Robles Zabala
13 de junio de 2018

Una amiga me dijo en una oportunidad que “el odio es un amor malogrado”. Como esas imágenes asociativas que hacen los niños cuando les explican algo, yo pensé en la leche cuajada, aquella que ha perdido su contextura y solo puede ser útil para hacer queso o suero. El odio es, pues, la otra esquina del amor, un sentimiento parecido a ese lugar donde confluyen el agua dulce del río con la salada del océano. Son caras de la misma moneda, pero con el poder absoluto de construir (elevar armoniosamente los espíritus) o “hacer trizas”, para utilizar una expresión que puso de moda el uribismo, la esperanza de una sociedad.

El odio, visto así, es como la leche agria: repulsiva al paladar. Pero, de la misma manera como en las aguas de alta salinidad es posible encontrar vida, no cabe duda de que ese “amor malogrado” puede ser la razón de esperanza para una persona. Decir que se odia (a alguien o algo) es hablar de una profunda antipatía, repulsión, disgusto o aversión, un deseo que lleva implícito la destrucción. En Colombia, aunque todos o casi todos lo nieguen, el odio ha sido un sentimiento constructor de la sociedad. De otra manera no podría explicarse la homofobia, la xenofobia, el racismo, el clasismo, la mirada por encima del hombro, el “usted no sabe quién soy yo” o el abandono en el que están sumidas grandes extensiones de la geografía nacional por esa relación que se les atribuye con la guerrilla.

El odio a las manifestaciones políticas de izquierda es visible desde cualquier ángulo en que se mire la historia del país. Se satanizan porque no nos gustan las diferencias. Se ve en ellas lo que no existe porque van en contravía de los principios de alguien. El video que circula en las redes y que muestra a un hombre que conduce su carro, que dice ser exmilitar, que saca de la funda su pistola y asegura va echarle plomo a Petro y a todos sus seguidores, es solo una pequeña muestra de lo anterior. El odio que hoy se le profesa a la guerrilla no nació con la guerrilla, sino con unos campesinos que protestaban, pero que se hizo mucho más fuerte cuando estos se armaron de machetes y azadones y luego de escopetas para defenderse de los abusos de un gobierno.

El triunfo de un político nefasto para la historia reciente de Colombia como Álvaro Uribe Vélez nace, precisamente, de su odio por la subversión, un odio que se conectó con el odio de una gran parte de la sociedad (ganaderos, terratenientes, comerciantes, finqueros y políticos) que vio afectado sus intereses por culpa de una guerrilla que a lo largo de su actuar perdió el norte y se involucró en delitos comunes y organizados como el narcotráfico y el secuestro. De ahí que algunos violentólogos, politólogos y periodistas hayan llegado a la conclusión de que en los últimos 60 años de nuestra historia los presidentes han sido elegidos por la guerrilla. Es decir, el odio se convirtió una especie de contrapeso ideológico que llevó a la Casa de Nariño aquellos candidatos que estuvieran dispuestos a acabarla a punto de plomo.

Pero la historia de ese “amor avinagrado” no nace ni termina ahí. El aislamiento que sufrió Colombia por parte de sus vecinos durante los años del gobierno Uribe fue apenas la puntica de ese sentimiento. Decir que el expresidente y senador no es un político hábil es mentir. Su habilidad para conectar su odio con el de una gran parte de los colombianos ha sido, en términos proselitistas, un rotundo éxito, tanto que lo único que le faltó para llevar a cabo una invasión militar al país vecino de Venezuela fue tiempo, como lo dejó consignado en unas declaraciones para la televisión, el mismo que no le faltó aquella madrugada de mayo de 2008 cuando varios Tucanos de la Fuera Aérea de Colombia, acompañados en tierra por pelotones de soldados, bombardearon territorio ecuatoriano, mataron al guerrillero Raúl Reyes (violando de esta manera las normas más elementales de la Naciones Unidas) y desató una crisis diplomática en la región como nunca antes se había visto.

Que Colombia sea llamada por el resto del continente el “Caín de América” deja mucho que pensar. Recuérdese que Caín, ese personaje del que habla el relato bíblico, asesinó a su hermano por envidia, producto del odio que profesaba por ser este el preferido del “Creador”. Colombia es, pues, en este sentido, un país primitivo y pasional, donde el fuego que nos ilumina el día a día sigue siendo, por un lado, la indiferencia y, por el otro, el “me importa un culo”, acompañado por el estribillo elitista “usted no sabe quién soy yo”. Ese “me importa un culo” es mucho más democrático porque define el espíritu social de nuestras comunidades y deja ver el trasfondo de esas relaciones frías que han marcado la historia de los colombianos.

Ese “me importa un culo” si el político de turno roba, se convierte luego en la apática expresión “me importa un culo” quien llega a la presidencia. O, como me escribió una chica al leer mi artículo anterior, “me importa un culo si Uribe regresa al poder porque lo importante es que el guerrillero de Petro no convierta a Colombia en otra Venezuela”, aunque desconozca mi lectora, o simplemente “le importe un culo” que en un eventual gobierno de Duque el futuro de nuestro país esté más cerca de la estructura política de la Venezuela de hoy: unificación de las cortes en una sola, el Congreso en manos oficialistas, un fiscal de bolsillo elegido por el presidente y un país sin contrapeso político y con las mafias que administran la salud y las pensiones de los ciudadanos haciendo de las suyas.

Lo único cierto que le pasará a Colombia, sea quien sea el próximo presidente, es que la naturaleza humana de los ciudadanos permanecerá igual, ya que, para muchos, como lo expresó el antiguo líder chino Deng Xiaoping, “no importa que el gato sea blanco o negro, lo importante es que cace ratones”. Es decir, parodiando a Deng, no importa cuál de las derechas (extremo o centro) llega a la Presidencia porque lo importante es que no llegue la izquierda.

P.D.: El expresidente Pastrana trinó por estos días lo siguiente: 

Nada más falso, por supuesto, pues a los que tiene que derrotar Petro en las urnas son, además del mismo Pastrana, a Uribe, a Ordóñez, a los parapolíticos, a los partidos Conservador, Liberal, La U y Cambio Radical, a los radicales cristianos y católicos, a las mafias de la contratación y todos aquellos que antes le gritaban al creador del CD mentiroso, paramilitar, genocida y corrupto y ahora se unieron a su campaña para llevar a Duque a la Casa de Nariño.

Twitter: @joaquinroblesza

E-mail: robleszabala@gmail.com

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