HAMBURGUESAS REVUELTAS CON OSTIAS
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Tengo motivos más que abundantes para abominar la hamburguesa. Y, en consecuencia, la aborrezco con todas las fibras de mi corazón. La odio con la misma decision insobornable con que amo las galletas de soda, los huevos en revoltillo y el queso blanco que una señora gorda vende a la orilla del camino de Luruaco, cuando uno viaja de Cartagena para Barranquilla.
La hamburguesa se ha convertido, junto con el robo al tren de Londres y la desaparicion de los trece y medio millónes de dólares, en una de las grandes estafas de nuestra época. Yo diria, sin embargo, que más que una estafa es una impostura. La hamburguesa, finalmente, no sabe ni a carne ni a pan, ni a lechuga ni a tomate y --aquí viene la expresión como anillo al dedo--no sabe a un pepino.
Pero, además de las razones eminentemente gustativas, tengo en contra de la hamburguesa unos argumentos de Indole particular. Ustedes sabrán perdonarme si le mezclo a este asunto unas consideraciones personales, pero es que cuando se trata de la hamburguesa o del aguacate pierdo la objetividad y casi también la serenidad. Me convierto en un cruzado, como Godofredo de Buillón, armado con mi adarga y mi escudo de peleador implacable.
Bueno. A lo que vinimos vamos.
Quiero decir que para quien tiene una larga barba pluvial, como yo, la hamburguesa no es sólo un encarte sino una maldición. No conozco forma alguna (y he ensayado decenas) de comerme una hamburguesa sin que la barba termine embadurnada de mayonesa, de mostaza, de jugo de tomate. Para no mencionar las largas tiras de cebolla que quedan colgando. Es un espectáculo antiestetico, sin duda, y la cara le queda a uno como delantal de cocinera.
Creo, adicionalmente, que la hamburguesa es una de las formas mas inicuas que se han inventado para en gañar al género humano. Para quienes procedemos de una tierra donde el almuerzo es una ceremonia ritual en el centro de la casa, con la familia en torno de la mesa y un plata con los cubiertos cruzados para quien se presente a última hora, la hamburguesa no es más que una mentira contra la vida. Ni para que hablar de lo que es un desayuno verdadero en nuestra tierra soleada y salada del Caribe, donde la bandeja de yuca humea junto a la palanqana del ñame, y la carne seca flota entre esencias de leche de coco, y los huevos fritos simulan una serie de sistemas solares qirando en torno a los pocillos del café con leche. ¡Me van a venir a mí con cuentos chinos de hamburguesas gringas!
En la ciudad la hamburguesa se ha convertido, igualmente, en una muestra de hipocresia. ¿A quién no han invitado a almozar, por lo menos alguna vez, para que luego los dueños de casa salqan con la historia triste de "fue que pensamos que, como todo el mundo está de prisa, lo mejor era preparar unas hamburguesas comentes"? ¿A quién no le han hecho semejante trampa? Y no falta la invitada, tamblén hipocrita, que aprueba: "¡Ay, si, mija, es que las hamburguesas son tan prácticas...!".
Son perversidades que tiene la vida. Y, como si fuera poco con estos motivos simplemente materiales y prosaicos que sobran para detestar la hamburguesa, ahora le nace al cojo una pata espiritual. Soy católico de los que ya no se consiguen, de escapulario para montar en avión y oraciones antes de dormir. Leo largas parrafadas de la Biblia cuando me siento deprimido o cuando creo que el mundo me está cayendo encima.
Jamás juro Su Santo Nombre en vano. Y, bueno, ahora vengo a saber --gracias a una investigación del diario "El Espectador"-que unas tiendas que venden hamburguesas en Bogotá son de propiedad de la curia capitalina. Me siento como si me hubieran puesto cuernos en el alma. No hay derecho a una traición de estas proporciones...
Tengo ahora más razones que nunca para seguir admirando a esos curitas de pueblo, que viven en una pobreza digna de Cristo, almorzando un bocadillo de guayaba disuelto en un vaso de agua y lo único sólido que comen es la hostia de la Elevación. Y para seguir desconfiando, en proporción inversa, de estos prelados de Metrbpoli, dedicados a vender hamburguesas hechas con una carne que debe ser, seguramente, la carne maligna que forma la famosa trilogía con el mundo y el demonio.
Tratando de atesorar, vea usted, con la venta de hamburguesas.
Mientras tanto, en Roma, monseñor Marcinkus desfalca el Banco Ambrosiano. Esa es, ni mas ni menos, la diferencia entre la civilización industrial y el subdesarrollo. Madre Amantísima, ora pro nobis...
A raíz de mi humilde crónica sobre el barrilete, publicada en esta misma página la semana pasada, he recibido algunas reacciones que me emocionan y me obligan, por lo mismo, a romper mi costumbre de no referirme jamás a lo bueno o lo malo que la gente diga sobre las tonterlas que yo escribo.
El coronel Manuel José Bonnet, jefe de prensa del Ejército, y cienaguero como todo Bonnet que se respete, me llama por teléfono para decirme, con el inconfundible acento musical de nuestra tierra, la que llevamos en los huesos:
--Hermano mio, se te olvidó decir que las alas del barrilete se llaman "perendengue".
Uno de los más altos y respetables funcionarios del gobierno, también costeño, me llama por teléfono y me hace una observación estupenda y graciosa, que desgraciadamente no puedo reproducir aquí porque la Liga de la Moral me metería en la cárcel.
Una señora de Ibagué anota que en el Tolima el barrilete se llama "pitingle" y el periodista Iván Mejla recuerda que en el Huila lo conocen como "pandero". Algo de parentela debe haber entre este "pandero" y lo que en Córdoba se llama "la pandorga", palabra castiza desde los tiempos de Don Miguel de Cervantes, y con la cual se define el barrilete cuadrado, sin cabeza ni perendengues.
Repito lo que ya dije: el barrilete es así. Es como una mariposa atada a un cordel. Y al corazón de la gente... -