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Juan Carlos Florez Columna

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Hay salida

Hay una relación de fondo entre el atraso social del país y el carácter parásito y corrompido de la política que nos cuesta demasiado y nos es de tan poca utilidad.

Juan Carlos Flórez
15 de mayo de 2021

En nuestro país, el poder acostumbró a la ciudadanía a que las cosas se resuelven a la brava. Durante décadas, buena parte de los reclamos pacíficos fueron desconocidos mientras que se negociaba con todo tipo de agrupaciones cuyos argumentos más potentes eran balas, motosierras, secuestrados, desplazados, desaparecidos, masacrados, asesinados. No en vano en Colombia existe el famoso delito político cuyos beneficiarios son aquellos bandidos que causan el mayor daño posible.

Ese pésimo ejemplo, predicado con fatal perseverancia desde arriba, creó una peligrosa tradición: si uno no arma monumental bochinche, no será escuchado. Y por ese camino podemos resultar perdedores todos.

Quien accede a las altas esferas del poder, si no era ya un privilegiado, se convierte de inmediato en uno de ellos. De allí el aislamiento en el que vive el grupo dirigente, lo que le impidió prever y responder con antelación y diligencia a las incontenibles demandas de la sociedad en los más diversos campos: desigualdad, exclusión, arbitrariedad y violencia, racismo y clasismo, pobreza, escasez de oportunidades y un sinnúmero de otros etcéteras. Pero junto a dicho aislamiento está la íntima convicción de que a quien exige sus derechos hay que echarle la policía. Contrasta esto con lo que ocurre en sociedades como los Estados Unidos, en los que, con todos sus defectos, los problemas de la democracia –en momentos decisivos de su historia– han sido resueltos con más democracia. Entre nosotros, los problemas de la democracia intentan resolverlos con más autoritarismo y represión.

Necesitamos con urgencia cambiar el chip, de lo contrario en el país se puede encender y tornarse permanente un conflicto urbano de impredecibles consecuencias. Una anécdota que le ocurrió a un amigo con su hijo preadolescente ilustra la imperiosa necesidad de ese cambio. Según mi amigo, su hijo le preguntó: “Papá, qué hace el presidente en su oficina. ¿Mirar aburrido por la ventana lo que pasa? ¿Será que no se da cuenta que cuando las cosas no funcionan hay que cambiar de opinión?”. Y eso es justo lo que necesitamos hacer, cambiar nuestro criterio acerca de cómo se pueden lograr cambios verdaderos en Colombia.

Por supuesto, confiar en los mecanismos democráticos y hacerlos efectivos y eficaces es solo una parte de la solución. La otra pasa por una reforma urgente de las instituciones estatales, que hoy son el coto de caza de la única alianza público-privada en verdad eficaz en nuestro país, la alianza público-privada entre funcionarios, políticos y contratistas corrompidos para robarse a mansalva el patrimonio público, que ellos convirtieron en fuente de su riqueza personal. ¿De dónde diablos personas de modestos ingresos terminan viviendo en descomunales apartamentos y mansiones después de su paso por un cargo público? ¿Cómo, con solo obtener un negocio con el estado, se constituyen como por arte de magia supuestos grupos empresariales que convierten a sus felices propietarios en ricachones usufructuarios de aviones privados? Los Nules no fueron los únicos, simplemente al igual que los Moreno Rojas fueron los menos afortunados. Los pillaron y sus imperios sustentados en el robo de lo público se desplomaron cual castillo de naipes.

Por toda Colombia esas tenebrosas alianzas público-privadas para la corrupción impiden que el estado preste con eficacia los servicios que la ciudadanía requiere. Sin una reforma del estado no habrá ni los recursos ni las instituciones para dar respuesta a los reclamos ciudadanos. Hay una relación de fondo entre el atraso social del país y el carácter parásito y corrompido de la política que nos cuesta demasiado y nos es de tan poca utilidad. Y eso afecta por igual a todas las corrientes políticas. Sin reformas audaces que le cierren el paso al clientelismo, a las mafias de contratistas aliados con políticos para el mutuo enriquecimiento, que bloqueen la práctica de crear roscas, nombrando no a los capaces, sino a los más cómplices, los reclamos ciudadanos se estrellarán contra un estado incapaz de hacer nada de aquello que es esencial que se lleve a cabo.

En definitiva, la lección de los países que logran convertir sus conflictos internos en un proceso de creación de masivas oportunidades nos dice que no es reforzando las instituciones y prácticas que condujeron a peligrosas confrontaciones, sino confiando en el papel renovador del cambio como se puede construir una prosperidad compartida. Y para lograrlo, necesitamos un modelo que supere al sistema extractor, agroganadero y que, sustentado en una educación de altísima calidad para todos, ponga a Colombia a jugar en las grandes ligas del conocimiento y la invención. De lo contrario, el violento pasado nos mantendrá en sus garras. n

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