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Impotencia exterior, prepotencia interior

Con la pretensión de ganar un dudoso liderazgo latinoamericano o continental, Colombia quedó reducida a ser una simple emisaria de intereses y cálculos estratégicos ajenos.

Gonzalo Sánchez, Gonzalo Sánchez
23 de abril de 2019

Por tratar de contrarrestar el escaso margen de gobernabilidad, el Ejecutivo se la jugó apoyando a los Estados Unidos en su intento de reconfigurar el poder político en Venezuela.  Sin embargo, lo cierto es que la política exterior colombiana, como punta de lanza de la de los Estados Unidos, no solo no ha provocado la caída de Maduro, sino que está contribuyendo a que la crisis venezolana se agrave día a día, al tiempo que pone en riesgo la dignidad y la soberanía nacional. Mal por donde se mire.

 La subordinación no ha sido rentable ni adentro ni afuera: además de ver descalificados los esfuerzos en materia de política antidrogas, el Gobierno colombiano fue objeto de una reconvención indignante y los tres poderes del Estado –Ejecutivo, Legislativo y Judicial- fueron sometidos a una intromisión y una presión abusivas que ofenden los valores más sagrados de nuestra autonomía como nación. Que quede claro: de nada nos servirá seguirnos pareciendo a los esclavos romanos de los que hablaba Stuart Mill, que daban la vida por sus señores, agentes de las injusticias que padecían.

 En el plano internacional, el respeto a las decisiones internas y a la autonomía de otros países bien podrían ser indicadores del trato que aceptamos o nos merecemos. La dignidad puede ser atropellada por poderes externos, pero también se pierde cuando se renuncia a ella con el errado cálculo de obtener ventajas inciertas. Eso es lo que ha hecho el Estado colombiano. Y se ha visto ya, con un doble error de cálculo.

 La dignidad es igualmente sensible al manejo político de los asuntos políticos internos y no es un concepto tan etéreo como pudiera pensarse. De hecho, está consagrada en nuestra carta política como uno de los valores fundamentales del Estado social de derecho, heredero de la Francia revolucionaria.

 Pero lo peor de todo es que el atropello de la dignidad colombiana desde fuera desató la arrogancia del poder estatal que, al sentirse humillado, desató su furia contra sus propios ciudadanos y pisoteó otras dignidades. El blanco fácil ha sido el de siempre: las minorías. La minga indígena, expresión organizada del movimiento social por la paz y la tierra, no fue digna del reconocimiento presidencial. No eran “sus indígenas”. La dignidad de ese movimiento social y étnico fue sacrificada frente a las pretensiones de los herederos esclavistas del sur del país. Se doblegó y cedió hacia afuera, pero se mostró confrontativo y desdeñoso hacia adentro.

 En Colombia, la política parece tornarse cada vez más en una lucha por el reconocimiento de dignidades: la dignidad de la nación, de la diferencia, de las víctimas, y de los excombatientes, que no pueden ser excluidos eternamente de la vida política. Y, si el país quiere salir del laberinto de la guerra, de la espiral de los odios heredados o fabricados, tendrá que hacer valer y respetar su dignidad ante los demás países y dejar de usarla como moneda de cambio, al tiempo que recupera y respeta otras dignidades. Solo así dejará de oscilar entre la impotencia y la prepotencia.

 



 

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