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Alto en el camino

Quiere la tradición cristiana que el ciclo astronómico de la tierra en torno al sol coincida con el nacimiento de Jesús de Nazaret. El tiempo resulta, pues, propicio para realizar un balance.

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
22 de diciembre de 2016

El Gobierno actual tiene el mérito de haber logrado lo que ninguno de sus antecesores había conseguido desde que, por primera vez, lo intentó la Administración Betancur en los años ochenta del siglo pasado: un acuerdo para finalizar el largo enfrentamiento armado con las Farc.  En consecuencia, ese grupo guerrillero o, al menos, segmentos importantes suyos (las disidencias que ya comienzan a presentarse eran previsibles), debe desarmarse en un periodo de seis meses que ya ha comenzado. En un lapso, que en principio tendrá que ser coincidente, el Congreso tendría que convertir en normas jurídicas el vasto catálogo de compromisos asumidos con la guerrilla.

Se trata de un evento extraordinario en la vida del país. Que esa paz negociada luego de tan arduos esfuerzos sea sostenible depende de eventos que en su gran mayoría sucederán el año entrante en el contexto de una confrontación política que se vaticina especialmente áspera. Como muchos temíamos, tanto el contenido como la forma en que el fin del conflicto armado fueron negociados, se ha traducido en una contienda civil que, aunque no implique el recurso a las armas, protocoliza la división de la sociedad en dos segmentos de tamaño equivalente.

Cabe, así mismo, conjeturar el cambio de postura de un aliado internacional tan importante como los Estados Unidos. La única referencia que sobre Colombia incluye la plataforma del Partido Republicano, que respalda al presidente electo, es para expresar su solidaridad por la lucha contra las Farc a quienes se les mantiene la calificación de “terroristas”. “El sacrificio y sufrimiento” [del pueblo colombiano] “no puede ser traicionado mediante el acceso al poder de asesinos y barones de la droga”.

El Gobierno, que consideraba el texto inicial del acuerdo como “el mejor del mundo”, ha fortalecido su convicción después de que, como consecuencia del veredicto de las urnas, realizó una renegociación que corrigió buena parte de los aspectos que mayor resistencia suscitaban. La oposición no lo considera así; mantendrá su rechazo en los debates parlamentarios que se avecinan y en las tribunas políticas virtuales que han sustituido los discursos en las plazas públicas.

La dilatada extensión de los acuerdos y el uso de un lenguaje abstruso impiden ver la profundidad de sus estipulaciones. Pero en la medida en que ellas se desglosen en proyectos normativos sobre los que el Congreso habrá de decidir, se harán evidentes los cambios radicales que se proponen. La resistencia que muchos de ellos van a generar pondrá a prueba la cohesión de la alianza política que ha venido respaldando al presidente Santos, en especial como consecuencia de la reconfiguración de fuerzas que es normal de cara a las elecciones del 2018.

La Corte Constitucional en su reciente fallo sobre el ‘Fast Track’ tomó determinaciones que nadie, con algún grado de formación jurídica, habría imaginado: ahora resulta que la exigencia de refrendación popular, indispensable para que ese mecanismo de aceleración opere, no necesariamente significa que el pueblo sea el que elija; basta que de alguna manera intervenga (así sea repudiando el acuerdo) para que pueda adelantarse un proceso al fin del cual, por decisión del Congreso, este quedaría refrendado. En síntesis: el pueblo soberano ya no es soberano, es apenas un actor importante pero no decisorio en la refrendación de la paz. ¡Quién lo creyera!

Desde el punto de vista político, lo importante de ese fallo es que tuvo el efecto de romper el consenso entre los partidos sobre las reglas que gobiernan el funcionamiento del Congreso.  Para poner de presente la gravedad de esta nueva situación, basta señalar que los integrantes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas -o, en general, de cualquier órgano colegiado- pueden estar, como suele suceder, en desacuerdo en casi todo, salvo en cuanto a quiénes son sus miembros, dónde sesionan y cómo se adoptan determinaciones válidas.

Por este motivo, cabe conjeturar que todas las decisiones que el Congreso adopte bajo las reglas extraordinarias que deberían haber entrado a regir solo si hubiese triunfado el Gobierno en el plebiscito, serán cuestionadas ante la Corte. Como su entendimiento del concepto “refrendación popular” es una mera interpretación, su reciente sentencia no genera efectos de cosa juzgada; y como, además, cinco de sus nueve magistrados serán pronto reemplazados, hay motivos para pensar que se puede caer la estantería que con prisa y deleznables materiales se está levantando.

Vendrá luego el complejo debate sobre si los acuerdos con la guerrilla deben incorporarse a la Constitución. En esta materia es posible que integrantes de la coalición de Gobierno hagan causa común con la oposición.  A algunos nos parece inadmisible, para expresarlo de manera gráfica, que pasemos a tener una Constitución en dos tomos: el primero que contendría, en términos de Chávez, “la moribunda” Carta de 1991; y el segundo, “en bloque” los flamantes acuerdos del 2016. Sin embargo, está controversia, que interesa a ciertas élites, deja indiferentes a muchos. La defensa de las instituciones democráticas lamentablemente se asume como una trivialidad.

La implementación comenzará por la ley de amnistía para la guerrilla que ya fue presentada; por comprensibles razones, el Gobierno necesita que se apruebe “a las volandas”. Sin tener certeza al respecto, las Farc no estarán dispuestas a avanzar en la concentración de sus tropas y la entrega de armas. Naciones Unidas y Human Rights Watch, a su vez, han presentado objeciones a otra ley distinta aunque simétrica, la que contiene el tratamiento punitivo especial para agentes del Estado, cuestión de enorme sensibilidad para los militares. Si esas glosas no fueren atendidas, es probable que la Corte Penal Internacional, a cuya vigilancia estamos sometidos, decida abrir una investigación en nuestro país. Nada sería más vergonzoso.

Es inevitable, por último, mencionar que el Consejo de Estado ha admitido una demanda contra el plebiscito por cuanto, en su opinión, los electores fueron engañados por los promotores del No. Cabe preguntar: si un tribunal se atribuye la capacidad de definir si sus motivaciones son adecuadas y suficientes, ¿en qué queda la libertad del ciudadano?; y como además ordenó al Congreso avanzar en la implementación de los acuerdos, ¿cuál sería la suerte del principio de separación de poderes si los jueces pueden interferir en el ámbito de las facultades propias del Parlamento?  

De todo lo anterior se desprende que la gran batalla del 2017 es por la legitimidad política. Contar con las mayorías parlamentarias de hoy no basta. Los heterodoxos fallos judiciales que se han emitido al cierre del año agravan el sentimiento de deterioro institucional.

Volveré a escribir en algún momento de enero.

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