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“Normal Track”

El Gobierno implora ante la Corte que le devuelva sin condiciones las facultades que el Congreso sometió a estrictos criterios.

Jorge Humberto Botero
8 de diciembre de 2016

Carece ya de sentido “llorar sobre la leche derramada”. El acuerdo con las Farc que muchos creíamos adecuado para reintegrarlas con generosidad a la sociedad, someterlas a una justicia transicional benigna pero fijada por el Estado, y abrirles, respetando las reglas de elegibilidad previstas en la Constitución, los espacios al quehacer político, no fue el camino que el Gobierno tomó.

Por el contrario, llegó a un acuerdo que, por su extensión y profundidad, implica una profunda reingeniería de nuestras instituciones. O, en lenguaje coloquial, “la refundación del Estado”, tal como lo apreciará con claridad el país una vez el enorme y abstruso texto sea convertido en piezas de legislación sobre las que el Congreso tomará determinaciones.

Me sumo a quienes creen que el Acuerdo del Teatro Colón, a pesar de que conserva su esencia y estructura, contiene suficientes innovaciones respecto de la versión inicial como para que pueda decirse que es un acuerdo distinto y que, por lo tanto, avanzar en su refrendación, sin un nuevo acto plebiscitario, no constituye un fraude al veredicto de las urnas. Otra es la posición de los sectores políticos del No que harán de esta diferencia fundamental uno de los hitos de la pugnaz campaña presidencial que se avecina.

Acepto también que la refrendación realizada por el Congreso, mediante proposiciones votadas en ambas cámaras, las cuales carecen de implicaciones jurídicas, es un mecanismo idóneo que abre la fase de implementación, a fin de que el Congreso resuelva sobre los compromisos asumidos.

Hay que celebrar que se haya definido que el “día D” tuvo ocurrencia en la fecha de la ceremonia del Teatro Colón. En consecuencia, ha comenzado a correr el plazo para que al cabo de seis meses las Farc hayan desaparecido como movimiento guerrillero. Como en el campo colombiano pululan otros actores violentos, y las actividades económicas ilegales gozan de bonanza inusitada, el fin de esa guerrilla no constituirá, de manera automática, el estallido de la paz. Sin embargo, dado que ese proceso de concentración, desarme y desmovilización ha sido bien concebido, apostemos a que saldrá bien.

Dicho lo anterior, conviene señalar que se han abierto dos nuevos frentes de singular complejidad: Congreso y Corte Constitucional. En efecto, desde el comienzo del proceso las partes tomaron determinaciones estratégicas que vale la pena hacer explícitas porque hoy son fuente de enormes dificultades: suponer que el liderazgo presidencial sería suficiente para convencer al país de las bondades de una negociación cuyos pormenores solo fueron tardíamente divulgados, asumir compromisos cuya compatibilidad con la Constitución es muy dudosa, tratar de acotar las potestades del Congreso como última instancia en el plano político, y restringir las potestades de la Corte Constitucional. Las consecuencias adversas de tan audaces movimientos están a la vista.

Por ejemplo, si bien el Congreso aceptó, mediante el denominado “Fast Track”, restringir sus potestades de enmienda de la Constitución y expedición de leyes, condicionó esa abdicación parcial de sus potestades, a “la refrendación popular del Acuerdo Final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”. Fue, me parece, una decisión correcta: si el Plebiscito hubiera triunfado en las urnas, se habría producido un mandato del pueblo soberano en favor de los acuerdos que el Congreso debería acatar.

Como no sucedió así, el Gobierno ha pedido a la Corte que convalide el procedimiento abreviado pero que “tumbe” la condición. No la tiene fácil por varias razones.

Se requiere mucha audacia para sostener que la refrendación realizada por el Congreso constituye una “refrendación popular”. El pueblo somos el conjunto de los ciudadanos; el Congreso representa al pueblo, pero no es el pueblo mismo. Los mecanismos de la democracia directa (referendo, plebiscito, revocatoria del mandato, etc.) son diferentes de la democracia indirecta que se ejerce por los cuerpos de representación popular.

De otro lado, por el motivo que ya dije y que consta en las actas de las cámaras, el Congreso tomó una decisión sensata, la cual, además, es frecuente en la práctica legislativa: disponer plazos o condiciones para la vigencia de las leyes. Argumentar que sin Fast Track los procesos son más largos y los debates parlamentarios de mayor intensidad, no comporta glosa constitucional alguna; por el contrario, es conveniente esa mayor deliberación en materias tan delicadas. La Corte ha sido clara en su respeto a la autonomía del legislador rehusando dejar sin validez sus determinaciones por consideraciones de orden político; actúa como juez, no como una tercera y definitiva instancia legislativa.

Por último, les tengo este “articulito” que no podrá ignorarse: “La Corte se pronunciará de fondo sobre las normas demandadas y podrá señalar en la sentencia las que, a su juicio, conforman unidad normativa con aquellas otras que declara inconstitucionales”. Esto significa que, si declara conformes a la Carta las reglas del Fast Track, como al parecer lo hará, no estaría a su alcance dejar sin valor la que condiciona su vigencia a una refrendación popular.

Al parecer, se dictará la sentencia sobre este crucial asunto la semana entrante. Si no se abre la puerta de la vía rápida, y el Gobierno decidiere no tomar el riesgo enorme de un nuevo plebiscito, la implementación ocurrirá bajo los ductos legislativos ordinarios. Sería una muy buena noticia para el país. Lo digo porque es posible que haya muchas otras “erratas”, distintas de las que se advirtieron justo después de la firma en el Teatro Colón, que requieran correcciones. ¡Y eso que era la cuarta vez que se realizaba esa ceremonia!

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