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Asedio al modelo político

La distancia es enorme entre el Estado democrático y el Estado comunitario que con singular habilidad se insinúa en el Acuerdo Final.

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
15 de septiembre de 2016

Nadie pondría en duda la validez de los principios que se invocan en el capítulo sobre participación política contenido en el Acuerdo de La Habana: la necesidad de fortalecer la democracia, incluidos los mecanismos de participación ciudadana, en el contexto del abandono definitivo de las armas como recurso para la acción política. Tampoco podría censurarse que se asuman compromisos para mejorar sustancialmente la débil institucionalidad electoral de Colombia. Aunque sí resulta lamentable que algunas reformas, en particular esta última, tengan que adoptarse bajo la presión de un grupo armado ilegal (y marginal); no como consecuencia de consensos logrados entre los partidos y movimientos de distintas vertientes ideológicas que, desde años atrás, han tenido presencia en el Congreso.

Establecer dieciseis circunscripciones electorales especiales, que estarán vigentes durante ocho años, para facilitar a las formaciones políticas surgidas de la desmovilización de las FARC llegar a la Cámara de Representantes, es la obvia consecuencia de haberles reconocido la condición de rebeldes contra las instituciones. La decisión es correcta así haya sido necesario colocar en la penumbra su pasado terrorista y narco, el mismo que podría emerger de nuevo ante la Jurisdiccion Especial de Paz, si es que ella, en contra de mis pronósticos, es aprobada por el Congreso y pasa el examen constitucional.

Caben, sin embargo, dos comentarios. El primero tiene que ver con la elegibilidad de los candidatos. Está escrito que “Los partidos que cuentan con representación en el Congreso de la República no podrán inscribir candidatos ni candidatas para estas circunscripciones”. Cabe conjeturar que nuestros políticos regionales, astutos como son, crearán partidos y movimientos para disputarles estos espacios a quienes apenas llegan al juego electoral.

Y el segundo, el efecto que este privilegio puede tener sobre el peso relativo que la izquierda democrática, en particular el Polo, tendría en el Congreso que se elegirá en el 2018. Resultaría incomprensible e injusto que quienes le han jugado limpio a la democracia resulten menguados por unos actores que han conquistado esos espacios a punta de fusil y de una negociación brillante.

Dicho lo anterior, hay razones para pensar que las FARC no cifran sus expectativas en una presencia nutrida en el Congreso. Saben bien que su impopularidad es elevada y que sus mensajes probablemente tendrán poca acogida en un país mayoritariamente urbano. Su estrategia será otra: tomarse el liderazgo de las comunidades que han demostrado gran capacidad de movilización, tales como maestros, campesinos, indígenas y camioneros.

El Acuerdo Final aporta los elementos que dan sustento a esta tesis. Leemos en la página 32 que el ejercicio de la política no se agota en los escenarios propios de la democracia electoral, en los debates en el seno de los cuerpos de representación popular y en la formulación de reclamos ante las autoridades del Estado. Se dice además que, como emanación del derecho de participación, “los movimientos sociales y populares que pueden llegar a ejercer formas de oposición a políticas del gobierno nacional y de las autoridades departamentales y municipales”. Nada hay que disputar al respecto. En la Constitución que aún nos rige (su estabilidad esta amenazada) se dio cabida, al lado de la democracia representativa o liberal, a la participación directa de los ciudadanos.

Luego de tales declaraciones se añade este corolario: “...la definición de las garantías para la oposición requiere distinguir entre la oposición política ejercida dentro del sistema político y de representación, y las actividades ejercidas por organizaciones o movimientos sociales y populares que pueden llegar a ejercer formas de oposición a políticas del Gobierno Nacional y de las autoridades departamentales y municipales”. Parece obvio e, incluso, inocuo, pero no lo es. Es el fundamento teórico para el desarrollo de una multitud de leyes, organismos y mecanismos cuyo objetivo implícito consiste en debilitar, en tanto y donde sea posible, las tareas de gobierno convirtiendo el derecho de participación ciudadana en un mecanismo de oposición. En efecto:

“La movilización y la protesta, como formas de acción política, son ejercicios legítimos del derecho a la reunión, a la libre circulación, a la libre expresión, a la libertad de conciencia y a la oposición en una democracia (...). En un escenario de fin del conflicto se deben garantizar diferentes espacios para canalizar las demandas ciudadanas, incluyendo garantías plenas para la movilización, la protesta y la convivencia pacífica”. Es evidente, entonces, que los voceros nuestros en la negociación creyeron que, en la actualidad, esos espacios no existen.

Para estos fines se crea un “Sistema Integral de Seguridad para el Ejercicio de la Política” que dependerá directamente del Presidente de la República, con facultades tan vagas como establecer “mecanismos de interlocución permanente con los partidos y movimientos políticos, especialmente los que ejercen la oposición, y el nuevo movimiento que surja del tránsito de las FARC-EP a la actividad política legal. Los mecanismos incluirán, entre otros, un sistema de planeación, información y monitoreo, y una comisión de seguimiento y evaluación”. Aunque de impreciso contenido, esas potestades son poderosas: ante el organismo que se cree deberán rendir cuentas instituciones que hoy son independientes, tales como la Defensoría del Pueblo, la Fiscalía y la Procuraduría.

De otro lado, se presentará un “proyecto de ley de garantías y promoción de la participación ciudadana y de otras actividades”. Uno de sus objetivos consistirá en la “Reglamentación del derecho de réplica y rectificación, en cabeza de las organizaciones y movimientos sociales más representativos, frente a declaraciones falsas o agraviantes por parte del Gobierno Nacional”. Noten que a priori se supone que las autoridades son culpables de falsedad o “agravio” -un concepto cargado de subjetividad- a los movimientos sociales.

Se creará también un “Consejo Nacional para la Reconciliación y la Convivencia” con facultades amplísimas en el que tendrán asiento, “organizaciones y movimientos sociales, en particular de mujeres, campesinos y campesinas, gremios, minorías étnicas, las iglesias, el sector educativo, entre otros”; o sea, la constelación de grupos o estamentos que las FARC, con todo derecho, quieren cortejar. Debo haberme quedado obsoleto creyendo que ese gran espacio de “Reconciliación y la Convivencia” es, por excelencia, el Congreso de la República.

En un texto reciente, Andrés Molano y otros escriben: ...se parte de la premisa de que resulta positivo que un grupo que ha hecho uso de la violencia como instrumento de acción política preferente a lo largo de su historia, apueste ahora por la participación democrática institucionalizada. Pero no por ello pueden soslayarse los riesgos de captura, lavado, instrumentalización de la participación al servicio de los intereses de la organización en transición hacia la vida política o, en otras palabras, los riesgos de que la participación sea la expresión de una movilización social popular prolongada que sustituya la guerra, pero con idéntica aspiración de hacer colapsar el sistema político”.

Creo que esos riesgos son elevados. Y que en el corto plazo, las FARC van a sustituir el uso de artefactos explosivos contra la infraestructura energética, por los bloqueos de vías, la toma de instalaciones estratégicas y la parálisis de servicios públicos. Todo esto ya lo estamos viviendo pero será peor (o mejor, desde otra perspectiva). En todo caso lo que venga estará santificado por el Acuerdo de La Habana.