Home

Opinión

Artículo

OPINIÓN ON-LINE

Bambucos y chapoleras

El anacrónico modelo de desarrollo rural pactado con las FARC puede profundizar las condiciones de atraso en el campo.

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
22 de septiembre de 2016

Para intentar una discusión constructiva en un ámbito que suscita pasiones ideológicas es útil definir unas premisas que, tal vez, todos podamos compartir: el Conflicto Armado que hemos padecido ha tenido lugar en el campo; la pobreza es más profunda y generalizada en zonas rurales; hemos sufrido serios problemas de desplazamiento de poblaciones y apropiación ilegal de tierras; la concentración de la tierra y del ingreso en el campo son elevados.

Pero hay otras afirmaciones que las FARC y sus amigos quizás rechacen: existe una alta correlación entre el crecimiento del sector agropecuario y su apertura al exterior en los países de la región que han tenido éxito: Brasil, México, Argentina, Perú y Chile; estos éxitos están asociados, en buena parte, al auge de la actividad empresarial en la producción primaria, en modernos procesos logísticos y en la transformación de materias primas; en muchos países, y ciertamente en Colombia, el ingreso de los trabajadores rurales asalariados es mayor que el de los campesinos propietarios de minifundios; las condiciones agrológicas y topográficas de nuestro país permiten albergar simultáneamente modelos empresariales, campesinos y comunitarios.

Nada de esto es valorado en el Acuerdo. Cuando “las partes” miran hacia la Colombia rural solo perciben “(los) campesinos, las campesinas y las comunidades indígenas, negras, afrodescendientes, raizales y palanqueras y demás comunidades étnicas”. Anhelan verla volcada exclusivamente en la producción de alimentos. Y en cuanto al modo de producción, apenas encuentran meritoria la actividad realizada en pequeños predios individuales o en esquemas socialistas.

Por contraste, no asignan al desarrollo capitalista del campo un papel importante, ni siquiera en zonas propicias, tales como la Orinoquía, Urabá, las sabanas de Bolívar y el Valledupar. No se percatan de que la producción de café, flores, madera y aceite de palma, que no son alimentos, puede generar riqueza; y ni siquiera mencionan la actividad pecuaria que tanta importancia tiene, quizás por una animadversión secular por la ganadería (salvo la propia y clandestina).

Omiten el turismo y la actividad forestal, que pueden ser importantes fuentes de ingresos. La minería y la provisión de infraestructura son vistas con implícito desvío, bien sea como consecuencia de una visión ecologista extrema, ya por la necesidad de respetar “los intangibles culturales y espirituales” del mundo rural, cualquier cosa que eso signifique.

Por supuesto, la visión del territorio rural que dimana del Acuerdo es producto de una concepción marxista, así haya dejado de proponerse la colectivización de la tierra; las trágicas lecciones de la Unión Soviética están aprendidas. No obstante, se asume que el conflicto es estructural: los campesinos y comunidades étnicas son víctimas ancestrales de latifundistas y empresarios. Por tratarse de un conflicto insoluble, el desplazamiento de estos es, en última instancia, el objetivo que debe perseguirse.

Para lograrlo ya no se propone la revolución armada; se sabe que carece de factibilidad. La estrategia es otra y consiste en crear una abigarrada red de mecanismos de consulta con las comunidades cuyo objetivo obvio consistirá en bloquear a las autoridades elegidas o que derivan del voto popular. He contado diecisiete de ellos en el capítulo uno del texto que votaremos los ciudadanos el 2 de octubre. Cito algunos:

La planeación, la ejecución y el seguimiento a los planes y programas de desarrollo rural se adelantarán con la activa participación de las comunidades; las personas adjudicatarias de tierras serán seleccionadas con la participación de las comunidades locales; esas mismas comunidades intervendrán en la resolución de conflictos de tierras y en la formulación de lineamientos generales para su uso; los asuntos de orden catastral que tengan que ver con las comunidades rurales, contarán con la participación de sus integrantes; en la ejecución y mantenimiento de obras de infraestructura se asegurará la participación comunitaria; el desarrollo y la integración de las regiones abandonadas y golpeadas por el conflicto será concertado con las comunidades; lo mismo deberá hacerse con los planes de vivienda rural, etc.

En estas condiciones, la incertidumbre para los demás actores interesados en desarrollar actividades en el campo será, tal vez, mayor que en la actualidad. Y la posibilidad de nuevas inversiones privadas (o sea, no “comunitarias”) posiblemente se convertirá en una quimera.

Otra vana ilusión podría ser el Fondo de Tierras de distribución gratuita, respecto del cual se nos informa que tendrá carácter permanente y que “dispondrá de 3 millones de hectáreas durante sus primeros 10 años de creación”. Para que se tenga una idea de la magnitud del reto, basta señalar que equivale a más del 40 % de la tierra cultivada en nuestro país.

Cabría suponer que una promesa tan ambiciosa obedece a un cálculo riguroso de las fuentes para nutrirlo. Según el Director de la Agencia Nacional de Tierras se “está levantando la información al respecto y priorizando casos, porque esa es una de las deudas históricas: saber dónde está la tierra por recuperar, en manos de quién y cómo se debe recuperar. Es la hoja de ruta que estamos construyendo” ¡O sea que no tiene ni la más remota idea!

Como las virtudes del modelo rural son, en lo esencial, “sociales”, no económicas, la herramienta primordial serán los subsidios para las actividades propias de “la economía campesina, familiar y comunitaria”. Esos subsidios se prometen también para la compra de tierras que, desde luego, serán distintas a los tres millones de hectáreas “al gratin”; igualmente se concederán para facilitar acceso al crédito y a seguros. Como las tierras que se adjudiquen serán inalienables e inembargables, no se podrán utilizar como garantía para acceder a préstamos bancarios. Es el viejo paternalismo de siempre.

Llama la atención en este contexto que el Pacto Habanero entra en pugna con el documento recientemente divulgado por la misión para la transformación del campo. Allí puede leerse que es necesario “superar la visión asistencialista de las políticas rurales y considerar a los habitantes rurales (...) como agentes de desarrollo productivo...” Además, no se sabe de dónde saldrán los recursos para financiar los ríos de leche y miel que se prometen. El Presupuesto Nacional para el año entrante contempla una reducción de los fondos para el agro.

Vamos, me parece, hacia un gran fracaso. Lo que la historia económica revela, desde mediados del Siglo XVIII hasta hoy, es que la declinación de la población rural es irreversible; y que la superación de la pobreza depende no de la explotación primaria sino de la industrialización y del desarrollo de servicios que incorporan nuevas tecnologías.

No me crean a mí, pero lean las cifras: la participación promedio en el PIB del sector agropecuario de los cinco países más pobres del mundo (Burundi, Malawi, República del Congo, Nigeria, República Centroafricana) es de 37.6 %. Número que contrasta con el 1.5 % en los más ricos (Noruega, Suiza, Australia, Dinamarca, Suecia).

P. S. ¡Qué fatiga el pueril lenguaje de género que hemos copiado de las malas constituciones comunitarias (no democráticas) del vecindario! Pronto terminaremos hablando de colegos, orfebras, adolescentas y personos.

* Analista Económico. Exministro de Comercio, Industria y Turismo.

Noticias Destacadas