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“Todo tiene su tiempo bajo el sol”

Dice el Eclesiastés. ¿Será este año el tiempo para el plebiscito de paz? Motivos hay para dudarlo.

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
18 de agosto de 2016

El Gobierno sigue una estrategia encaminada a lograr que el plebiscito se vote en fecha anterior a la presentación de la reforma tributaria requerida para compensar, en parte, las rentas perdidas como consecuencia del desplome de los precios internacionales y de la producción doméstica de petróleo. Esta manera de proceder tiene sentido. Si se conoce primero el paquete tributario, que será impopular, esa circunstancia podría erosionar la base de votantes por el ‘Sí’ a los acuerdos de paz que sus partidarios buscan con tanto apremio.

Al mismo tiempo ha reiterado que esta reforma tendría que ser aprobada antes  que el año concluya. ¿Cuál sería, entonces, la fecha límite para su presentación? Escucho a miembros del Congreso decir que ella caería en la primera semana de octubre. Cualquier retardo en el cronograma implicaría el riesgo que no se adopten este año las nuevas normas tributarias.

No es esta una contingencia menor. Aplazar la reforma para el año entrante determinaría que las modificaciones del impuesto de renta que se establezcan regirían en el 2018. Complicada alternativa aún si el grueso de los nuevos recursos fiscales no es requerido para el próximo año sino para el siguiente. No habría manera de distribuir el esfuerzo de tributación adicional en varias vigencias, medida conveniente para no generar impactos adversos en una economía debilitada, y obtener el respaldo del Congreso.

Tal postergación, de otro lado, aumentaría la posibilidad que la deuda pública colombiana pierda el grado de inversión que las calificadoras internacionales conceden (o retiran). Los impactos podrían ser funestos: retraimiento del financiamiento externo, restricciones para la importación de bienes de capital y materias primas, caída de la producción y el empleo. Por supuesto, el Ministro de Hacienda es consciente de esta situación y hace cuanto está a su alcance para evitar que el daño se materialice.

Es claro, pues, que la reforma tributaria tiene enorme importancia, y para que pueda presentarse en tiempo oportuno, el plebiscito, que iría primero, tendría que ser votado en las próximas seis semanas. Lograrlo luce excepcionalmente difícil.

A fin que sea posible poner en marcha el proceso legal que conduzca a que los ciudadanos vayan a las urnas, se requiere que las negociaciones en La Habana hayan concluido; es decir, que los textos pertinentes, que deben explícitamente establecer el cese al fuego definitivo, hayan sido firmados por los representantes de ambas partes. No bastan las iniciales que, por razones de autenticidad en la formalización de contratos, suelen insertarse en cada página.

Aquí aparece un problema complicado: que todavía no hay acuerdo. Pablo Catatumbo, que participa en las conversaciones en La Habana, ha dicho: “Es imposible que una unidad guerrillera se disponga a ubicarse en una zona veredal de las acordadas sin que previamente sus hombres y mujeres combatientes tengan certezas concretas sobre su situación jurídica”. “Certezas concretas” dice con ostensible pleonasmo, aunque total claridad. Lo suyo no es la gramática sino la política.

Mientras esta condición se mantenga no parece factible cerrar el acuerdo. Implicaría postergar sine die el compromiso, ya divulgado, consistente en que “con la Firma del Acuerdo final inicia el Proceso de Dejación de las Armas por las Farc-Ep”.  La ley de amnistía que se ha estipulado con la guerrilla fariana no se ha presentado justamente porque el Estado no debería comenzar a implementar acuerdos que, por inminentes que sean, no existen.

No obstante, aún si el Gobierno decide pagar el costo político de anticiparse, concluir ese trámite, así corra con velocidad olímpica, no luce probable entre hoy y mediados de septiembre. Por bueno que sea el ministro Cristo no es un Usain Bolt.

Hay otro escollo grave. Antes de firmar, las FARC pretenden realizar una última conferencia para decretar su desmovilización, la cual debería tener lugar -cómo no-  en “las montañas de Colombia”. Satisfacer ese anhelo implicaría montar una logística compleja. Se requiere el levantamiento de numerosas órdenes de captura y establecer un aparato de seguridad para proteger tanto a quienes se movilizan como a la sociedad civil, del riesgo que representa el tránsito por muchos territorios de personas armadas ubicadas al margen de la ley...

Además, deberá recordarse que no se han definido, que se sepa, las curules “al gratín” que las FARC demandan (y yo estoy de acuerdo), la integración de la Comisión de la Verdad y el enigma de las sanciones no privativas, aunque sí restrictivas, de la libertad.

No obstante, imaginemos que las partes logran cerrar la negociación en la mitad del plazo tentativo ya señalado de seis semanas. Inmediatamente después el Presidente puede mandar una nota al congreso anunciando su intención de convocar el plebiscito. Si bien este tiene un mes para pronunciarse, supondremos que se demora tres días.

En ese momento puede el presidente expedir el decreto de convocatoria, circunstancia que da comienzo formal a la campaña, y habilita a la Registraduría para iniciar la preparación de las elecciones. La información que tengo es que ese organismo ha dicho que no puede realizarlas en menos de tres semanas, a partir de la fecha de promulgación del decreto.

En suma: el Presidente puede verse colocado en un dilema cuyos dos extremos son malos para el Gobierno: postergar el plebiscito o la reforma tributaria para el año entrante.

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Post Scriptum: las sociedades democráticas son plurales, y parte de esa pluralidad es la orientación sexual. Superar los prejuicios existentes es parte de una agenda liberal indispensable.

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