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Torneo judicial

El Gobierno ganó el primer partido en la Corte sobre el acuerdo con las FARC aunque no por goleada. Los que vienen son más complicados.

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
28 de julio de 2016

Salvo circunstancias imprevistas los ciudadanos podremos definir si compartimos o no, de manera indivisible, el vasto y complejo conjunto de acuerdos entre el Gobierno y las FARC que pronto debemos conocer. Esa indivisibilidad proviene de la naturaleza del instrumento utilizado, el plebiscito, que surte consecuencias políticas, pero que, por sí solo, no reforma norma alguna.

Distinto sería, como el Gobierno lo sostuvo durante buena parte de la negociación, si la refrendación popular debiera realizarse mediante un referendo; en tal caso, habría sido menester que en las urnas se resolviera uno a uno sobre los múltiples tópicos que el acuerdo final contendrá. Sin duda, no podría imaginarse un camino mejor para el fracaso, como lo demostró el fallido referendo de Uribe en el 2013 que ocurrió a pesar de la elevada popularidad de su proponente.

Tal vez el tema más contencioso en el reciente debate en la Corte fue la regla consistente en que la aprobación ciudadana requieren dos requisitos: a) que el número de votos por el Sí supere un umbral definido como el 13% de los ciudadanos que constituyen el censo electoral; y, b) que ellos excedan los votos en contra.  Para validar esta propuesta sostuvo la Corte que, habiendo guardado silencio la Constitución sobre el umbral de los plebiscitos, podía el legislador establecerlo.

No le importó –y debió importarle- que se trata de reglas ad hoc o para un solo caso, lo que atenta contra el principio de generalidad de las leyes, caro a quienes todavía creemos en los principios liberales que emanan de la Revolución Francesa.

En cuanto a la cifra misma del umbral, dijo “que no es materialmente posible (...) suponiendo un escenario de participación realista, que el plebiscito pueda ser aprobado o negado con únicamente la participación del 13% del censo electoral. En cambio, bajo el obligatorio supuesto de una votación competitiva entre las opciones a favor del “si´” o del “no”, la suma total de votos fácilmente alcanzaría al umbral de participación previsto por la Constitución para el referendo aprobatorio [25% del censo electoral], lo cual acredita su razonabilidad”.

La Corte fortaleció las medidas para que el paradigma de “un escenario de participación realista” y de “una votación competitiva entre las opciones a favor del “si´” o del “no”” se cumpla mediante reglas encaminadas a la difusión neutral de los acuerdos y al acceso igualitario de partidarios y adversarios a los medios de comunicación. Pero dejó de lado el problema esencial: la desventaja financiera derivada de la enorme asimetría proselitista entre gobierno y oposición. La corrección de este desbalance requiere, antes que nada, recursos económicos provistos por el Estado para los partidarios del No por la simple razón de que el Gobierno, que es el autor de la iniciativa, puede desplegar, como lo hemos visto en estos días, una abrumadora capacidad publicitaria que se presenta como mera pedagogía.

Ese apoyo económico para unos y otros, que era vital para los adversarios, estaba prevista en el proyecto de ley del Plebiscito, pero fue suprimido en la Cámara. Para eso son las mayorías, me decía un amigo. Tiene razón, pero el triunfo bajo tan grave desequilibrio puede resultar muy costoso en términos de legitimidad si la oposición elige marginarse de la contienda.

¿Qué pasa si el plebiscito pierde en las urnas? Nada desde el punto de vista jurídico; tampoco sería una catástrofe política, así solo fuere porque las FARC han afirmado con total claridad que su decisión de dejar las armas es irreversible. En consecuencia, este Gobierno, en virtud de un pacto político ampliado, o, sin duda, el entrante, tendría que reabrir la negociación, aunque probablemente no a partir de cero. El capítulo sobre fin del conflicto y dejación de armas a todos satisface.

En la hipótesis de triunfo, la Corte ha dicho que el Gobierno quedaría obligado a cumplir lo que esté a su alcance, aunque los demás órganos del Estado, en especial el Congreso y ella misma, conservarían plena libertad en el ejercicio de sus competencias.

El punto sería de enorme importancia más adelante cuando bajo el “fast track” el Congreso decida y la Corte revise, sin que el veredicto de las urnas los restrinja, sobre los productos normativos para implementar los acuerdos. Las batallas parlamentarias y judiciales que nos esperan, al fin de la administración Santos y en la próxima, serán, pues, de gran complejidad e imprevisibles resultados.

Se debatió en la Corte si los acuerdos que logren el Gobierno y las FARC requerían o no consultas previas con las comunidades étnicas minoritarias. La respuesta fue negativa. “No obstante, se aclara que esta circunstancia no obsta para que durante el potencial proceso de implementación del Acuerdo Final, deba realizarse dicha consulta, respecto de regulaciones especi´ficas que lleven consigo una afectación directa a dichas comunidades”.

Este es otro lío prospectivo. Indígenas y negritudes dirán que todo lo que tenga que ver con desarrollo rural y erradicación de cultivos ilícitos les afecta. Y que no sólo se los tendrán que consultar sino, además, acordar con ellos en virtud del nuevo Estado Comunitario que emerge justamente de La Habana.

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