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JORGE HUMBERTO BOTERO

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Juguetes bélicos

La compra de aviones de guerra merece un debate riguroso, no bastan un par de trinos presidenciales

17 de enero de 2023

Tiempos aquellos en que los gobernantes anunciaban políticas respaldadas en documentos en los que se evaluaba su conveniencia, las posibles alternativas y las implicaciones financieras. Ahora es distinto: estamos en la feria de los trinos, primero, para anunciar políticas y, poco después, para anularlas; por eso algunos dicen ―no yo― que lo mejor de este Gobierno es cuando retrocede.

Así sucedió con la compra de aviones de guerra. Que esa cuantiosa operación se haya “caído” tiene, al menos, un aspecto positivo: que se pueda pensar de nuevo con mayor rigor. Ante todo, si va a insistir en la operación, un deber ético obliga a Petro a explicar por qué lo que le parecía pésimo cuando lo defendía Duque hoy lo considera excelente. Razones poderosas habrá. Sería muy osado atribuirle oportunismo.

Es un mal argumento haber dicho que la flotilla de combate llegó al límite de su vida útil, pues no se trata de sustituir la ropa de cama de la Casa de Nariño, un gasto menor. Por el contrario, las inversiones para adquirir esos juguetes bélicos serían gigantescas; al parecer, superiores a los recursos anuales generados por la reciente y onerosa reforma tributaria que se acaba de aprobar.

Ha dicho el presidente que “no se gastará un solo peso de la reforma tributaria ni de la inversión social en aviones de combate. Las prioridades de mi gobierno son y serán la reforma agraria, hambre cero, la educación superior gratuita, el bienestar de las madres cabeza de hogar y los jóvenes del país”. ¿De dónde saldrán entonces? Así el proveedor nos conceda un plazo muerto para pagar intereses y capital hasta el fin del actual gobierno ―lo cual es dudoso―, desde ya habría que incluir esos pasivos en los marcos fiscales de mediano plazo, los presupuestos anuales y, lo que es crucial e inevitable, en el Plan Nacional de Desarrollo.

Fue necesario que el ministro de Defensa saliera a corregir: para atender esas cuantiosas inversiones se requiere establecer vigencias presupuestales futuras. Lo cual, por supuesto, significa que el Gobierno tendrá menos dinero para adelantar los objetivos del presidente.

Supongamos, sin embargo, que la supervivencia de la Republica está amenazada por un enemigo externo decidido a destruirnos, que estaría dotado de los recursos políticos, financieros y bélicos necesarios para lograrlo.

Es obvio que ese enemigo no existe fuera de este continente. Para hallarlo en el vecindario habría que creer en la fantasía guerrerista inventada por los vendedores de armas y algunos militares.

Ese engendro monstruoso sería Venezuela. Antes de que podamos parpadear, su aviación ―que, según se sabe, es mejor que la nuestra― nos habría destruido las refinerías de Cartagena y Barranca, todos los puentes sobre el río Magdalena y volado el Capitolio, un mecanismo un tanto brusco de renovación política.

Al día siguiente, Venezuela acudiría al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para pedir respaldo para una tregua, que, encantado, votaría a favor en cuestión de horas. En consecuencia, el Ejército colombiano, cuyo armamento, tamaño y preparación lo hacen imbatible en esa guerra entre pueblos hermanos, quedaría paralizado en nuestro territorio. Una caricatura de lo que he oído en fuentes militares.

Lo cierto es que ni aún durante la época de tensas relaciones que vivimos en años recientes, nadie, en Caracas o Bogotá, pensó en soluciones militares. Nuestra arma más poderosa ―los conciertos en la frontera― no funcionó bien en su primer intento, pero puede mejorarse. A su vez, el socialismo del siglo XXI es un fracaso absoluto. No tiene Venezuela interés en promover una guerra contra nosotros, menos cuando las relaciones bilaterales se han normalizado.

Ese enemigo soterrado no parece ser tampoco Nicaragua a la que le basta dispararnos demandas judiciales en la Corte Internacional de Justicia para enredarnos la vida. ¿Y si fueren los Estados Unidos ese invasor? Grave. Quedaríamos de segundos en esa guerra.

Imaginemos, sin embargo, que no podemos vivir tranquilos sin tener una flotilla de cazas que, en verdad, se ven preciosos los 20 de julio sobre el cielo de Bogotá (como el combustible es tan caro, no los podemos exhibir en otras ciudades).

La solución para esta sicosis colectiva es simple. Los hermanos gringos estarían encantados ―imagino― de alquilarnos los aviones adecuados, de entrenar nuestros pilotos y de encargarse del mantenimiento. Comprensivos de nuestros sentimientos de dignidad nacional, nos los entregarían pintados con los colores patrios y con las insignias puestas en alerones y fuselajes.

Apreciado presidente: escuche el clamor unánime de la izquierda que le pide ―nada menos― no traicionar sus ideales. Lea las estupendas columnas de Julio Londoño y Gabriel Silva, personas ecuánimes y expertas en la agenda de seguridad nacional. Vaya, incluso, más allá. Abra un debate integral sobre el armamento de la fuerza pública, de toda ella, en sus estamentos castrense y policial.

Si es débil en esta primera escaramuza, pronto tendrá que afrontar otra semejante: la rehabilitación de fragatas y submarinos, otro gasto escalofriante y superfluo. Tenga claro que los retos de seguridad de Colombia hoy, y durante los próximos años, son diferentes a los del pasado reciente. Superada la amenaza de las Farc, incluso si no se logra ningún acuerdo con el ELN, la estabilidad de las instituciones ya no está en riesgo. La cuestión relevante no es de obsolescencia sino de pertinencia.

En este contexto no necesitamos los equipos que le quieren vender. Para lidiar con la delincuencia organizada requerimos guardacostas, lanchas rápidas, helicópteros, drones, cámaras de video y equipos para evitar ataques cibernéticos. También fortalecer los organismos de inteligencia, que, al parecer, se han debilitado por ciertos nombramientos que no son bien vistos en el estamento castrense y por nuestros aliados externos.

Y, por último, requerimos más policías y menos soldados, una transición que toma tiempo y planeación rigurosa. No puede ser, presidente, que usted “mate el tigre y se asuste con el cuero”.

Briznas poéticas. Desde la cumbre de sus cien años, Ida Vítale escribe: Leer y releer una frase, una palabra, un rostro. Los rostros sobre todo. Repasar, pensar bien lo que callan”.

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