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De ballenas y desconexiones

La culpa no es de la tecnología. Si los 50 retos del juego de la Ballena Azul tienen el poder para llevar a un número aun indeterminado de adolescentes al suicidio, no es porque vincularse al juego sea inevitable; echarle la culpa a la existencia del juego es optar por la solución del avestruz.

Ana María Ruiz Perea, Ana María Ruiz Perea
1 de mayo de 2017

Que exista en las redes sociales un reto para enganchar a los adolescentes hasta inducir su suicidio, no debería asombrarnos. Estamos viviendo el inicio de la vida vinculada (linkeada), un proceso que, aunque reneguemos e intentemos aislarnos, se apropia inevitablemente de todos los espacios de la interacción humana. Ahí donde antes había un vendedor, un cajero, un administrador o un médico, hoy hay un click en la pantalla. Donde antes estaban los amigos, los primos, los vecinos o papá y mamá, hoy está el chat. Donde estaban el deporte y los juegos de calle hoy están las vidas de los juegos on line. Y así.

De nada sirve satanizar la situación, santiguarnos y castigar a los alumnos o a los hijos; de nada sirve prohibirles el acceso al mundo que sucede en el touch screen.Los adultos que hoy nos aterramos por los sucesos macabros que ha desencadenado el juego de la Ballena Azul, fuimos adolescentes que en su momento hicimos lo que tocaba, porque la adolescencia es y será siempre la misma, exceso de osadía y carencia de criterio: fumar a escondidas, tener sexo furtivo e inseguro, consumir drogas prohibidas, emborracharnos. Cada quien lo sabe.

Quienes en este momento somos papás y mamás criando adolescentes enfrentamos desafíos descomunales. Nuestros retoños viven su vida y forman su mente en espacios simultáneos, en “realidades paralelas” por las que nosotros jamás transitamos, desarrollos tecnológicos a los que en la infancia solo nos aproximamos a fuerza de imaginación o de ciencia ficción. Ya éramos adultos cuando llegó la tecnología y aprendimos a convivir con ella, que está para facilitarnos la vida; pero cuando apenas medio conocíamos sus dinámicas, ahora se nos exige saber manejarla para evitar que, irremediable y ubicua, se devore por completo la mente y la vida de los hijos.

La culpa no es de la tecnología. Si los 50 retos del juego de la Ballena Azul tienen el poder para llevar a un número aun indeterminado de adolescentes al suicidio, no es porque vincularse al juego sea inevitable; echarle la culpa a la existencia del juego, por macabro y destructivo que sea, es optar por la solución del avestruz. El poder de este juego se parece, por ejemplo, al del bazuco u otras drogas altamente adictivas que inducen a la autodestrucción. No es la existencia del vicio lo que crea al vicioso; es el poder que tienen de penetrar y aposentarse en mentes desconectadas del entorno, almas angustiadas o desprovistas de afecto, de comprensión, de interrelaciones humanas reales, lo que produce el desastre desgarrador de ver a adolescentes lanzándose al vacío o lacerándose el cuerpo para cumplir con una meta falaz.

Así pues que, como ocurre cuando una avalancha arrasa con lo que a su paso encuentra, el problema realmente está aguas arriba; el lío no está en el internet ni en las redes, sino en la mente de quienes las consumen. Y ahí, estimados y estimadas colegas de crianza, nos cabe una única y enorme responsabilidad: “linkear” la mente de los hijos con realidades, para que no se la devoren las virtualidades.

Es en la familia donde se desarrollan los vínculos de las personas con el amor, donde se desarrollan los sentidos y donde se forman los criterios, qué hace bien, qué hace mal. Y familia es, simplemente, donde están los afectos. No hablo de una estructura rígida y única, hablo de la capacidad que tenemos los humanos de producir en los cachorros de la especie el conocimiento por el autocuidado y por el respeto, la comprensión de los límites, la compasión.

Por eso, en tiempos tan amenazantes y tan inciertos para la vida en sociedad en los que apenas ha asomado la cabeza una de las miles de Ballenas que con seguridad se van a inventar, resulta aun más ridículo que existan seres humanos que enfilen sus esfuerzos a intentar que se desautorice a algunas personas para criar niños, para formar familias, cuando es su voluntad plena y consciente hacerlo, por puro amor. Iniciativas funestas como el referendo discriminatorio de la pareja Lucio – Morales están sustentadas en mentiras del tamaño de una ballena, como decir que solamente se crían seres mentalmente sanos cuando un papá y una mamá son su familia.

Dejemos de comer cuento a los fanatismos oportunistas. Los verdaderos problemas que afronta la familia, en los que deberían enfocarse los esfuerzos de las políticas públicas, responden a la incapacidad de conectar las mentes de adultos y menores, como por ejemplo la permisividad frente al embarazo adolescente o la falta de acceso a métodos anticonceptivos y a abortos seguros, que fomentan maternidades incapaces y paternidades irresponsables. No son arbolitos que solo se les echa agua para crecer, son seres humanos que necesitan criterio para ser formados en el difícil arte de encarar la vida.

Ese número indeterminado de chicos y chicas que se han suicidado o que en este momento se laceran con cuchillas en sus brazos y sus piernas; esos adolescentes que están aislados del mundo y metidos en una pantalla, tristes y desconectados en Popayán, en Curitiba o en Moscú, los que sufren depresión, ansiedad o desórdenes alimenticios, necesitan un ancla a un mundo real. Necesitan amor. A ver si nos esforzamos en dárselo, en lugar de andar como borregos pregonando dogmatismos estúpidos.

@anaruizpe

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