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Verdad y ¿reconciliación?

Qué difícil tarea tiene la Comisión de la verdad, un ente estatal autónomo que inició labores hace un par de meses y que funcionará durante tres años, cuando entregue el informe documentado de lo que sucedió en Colombia en torno a la violencia estas últimas décadas. Desde hace varios meses viene recogiendo testimonios de las víctimas y me pregunto qué tanta, de toda esta verdad, conduzca realmente a la reconciliación.

Alonso Sánchez Baute, Alonso Sánchez Baute
5 de marzo de 2019

Nací el mismo año en que nacieron las dos más grandes guerrillas de Colombia (las Farc y el ELN), de modo que la guerra y yo crecimos juntos, a la par. Mientras iba al colegio o a las fiestas, en otros lugares del país había masacres, asesinatos, bombardeos, ruidos de metralletas. Y, aun así, todos en este país “jugando” a que aquí no pasa nada. ¿Cómo no ser de piedra? Colombia es un país donde un agobio se troncha para dar paso a otro. Hay madres que han visto morir a todos sus hijos en la guerra e hijos que han tenido que conformarse con enterrar uno que otro resto de sus padres (un brazo, la cabeza, el cuerpo decapitado).

Y mientras las madres gritan, desesperadas, el dolor que se les atollará por siempre en la garganta, los hombres callan. Miran de reojo, se muerden los labios, sospechan de todos y se callan para siempre sin olvidar nunca la venganza. La venganza aquí es un asunto de “dignidad”. Para algunos, incluso, es una “necesidad” vital: el que no acude a la venganza cree perder el respeto de los otros hombres. Es un tema del que se habla de soslayo, sin profundizar: la raíz misógina y machista del conflicto. El hombre cree que no puede permitirse sentir y la mujer, que tiene que actuar como un hombre para hacerse respetar.

 Hay unas imposiciones sociales y culturales y unas costumbres que cierran el diálogo con el otro por la incapacidad de mirarnos en el espejo, de cuestionarnos, de negarnos a nosotros mismos lo tanto que nos afecta el conflicto. En un país en el que el 95 por ciento de ciudadanos desconfía del otro, sentir es sinónimo de debilidad. Es dar papaya. Esto hace imposible olvidar el dolor.

Muchas víctimas esconden una cierta culpa por haber “permitido” que el agresor hiciera lo suyo. Narran su verdad de forma, digamos “robotizada”, pero no sienten nada al contarla porque los colombianos nos hemos blindado contra el dolor. No sentimos. Mucho peor: hemos interiorizado la negación al dolor. Por eso el odio y el miedo no son más que caparazón. Es la manera que hemos encontrado para no dejarnos arrastrar por nuestra propia fragilidad.

Enfrentarse consigo mismo acostado en un diván ante la mirada de un psiquiatra no necesariamente conduce a la catarsis, como no necesariamente lleva a la paz espiritual confesarse con un sacerdote. Es irónico: entre más nos negamos el dolor a nosotros mismos, más sangra la herida. La sanación llega con el olvido. Si no somos capaces de enfrentar el dolor, si no somos capaces de olvidarlo, ¿qué nos interesa la reconciliación con el otro?

Hay aquí mucha gente interesada en que no haya reconciliación porque, en lo personal, les va mejor con la polarización. Para ellos, el país es solo un instrumento. Lo grave es que muchos colombianos les hacen el juego.

Lo que asusta en Colombia es el silencio de los fusiles ahora que la guerra amenaza con terminar. Toda esta sociedad machista que solo sabe comunicarse con gritos y violencia, se pregunta: “¿Qué será ahora de nosotros si la barbarie en la que crecimos, la espeluznancia de la guerra, se desvanece en el viento?”.

@sanchezbaute 

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