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Alberto Donadio  Columna

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La doctora

El M-19 se alzó con la espada de Bolívar para reivindicar como mártir de la democracia a un individuo dedicado a robar a sus conciudadanos.

Alberto Donadio
18 de febrero de 2023

Hay un detalle poco conocido sobre Samuel Moreno Rojas. Cuando se posesionó en 2008 como alcalde de Bogotá, él y la banda de forajidos que saqueó el presupuesto de la ciudad ya tenían sus alias. El alcalde era la Doctora. Lo único bueno que se puede decir de Samuel Moreno Rojas es simplemente que su hermano, Néstor Iván, es de peor calaña. Cuando fue alcalde de Bucaramanga, Néstor Iván (allá lo llamaban el talibán) le ofreció a un magistrado inscribirlo en elSisbén. Cuando estudiaba Medicina en la Universidad Militar, le robó el cuaderno de apuntes a una compañera la víspera de un examen.

Esta dinastía de cleptómanos de apellido Rojas duró 70 años, más que la dictadura de los Somoza en Nicaragua, que estuvo en el poder de 1936 a 1979. El enriquecimiento ilícito estaba en el ADN de la familia, desde el padre Samuel Moreno Díaz y desde el abuelo, el general Gustavo Rojas Pinilla, que adquirió haciendas y remató ingenios a precio de quema y acumuló reses en varios departamentos, aprovechándose de la primera magistratura. El general era platerito, decían en su Gobierno, pero sus instintos aurívoros venían de muy atrás.

En su primer destino militar, cuando apenas tenía 20 años, su superior en el ejército ya había observado que Rojas Pinilla era desprendido del servicio por dedicarse a los negocios particulares. Luego adquirió en las Fuerzas Militares el remoquete de uñilargo, ese colombianismo que define a la persona inclinada al robo. Lo más asombroso de esta dinastía de cleptómanos radica en que lograron presentarse durante decenios como defensores de los pobres y marginados. Es como si el Ñoño Elías, Musa Besaile y Emilio Tapia, grandes pícaros de Sahagún, hubieran logrado reinventarse como políticos redentores de las clases populares y hubieran contado con apoyo popular en las urnas. Esa mentira nacional logró sostenerla Rojas Pinilla durante muchos años.

En un homenaje en el Salón Rojo del Hotel Tequendama en 1967, se definió como “un gobernante a quien le correspondió escribir una página de patriotismo, de amor a las clases desposeídas, de temerario desafío a los calumniadores y de esfuerzo insobornable para implantar la justicia social, sin que la ingratitud, las persecuciones, la mendacidad, la cárcel y los atentados contra su vida lo hubieran hecho doblar la rodilla ante el despótico desdén de los poderosos”. Decía el general que “el pueblo agradecido llena jubiloso las plazas públicas cuando llego predicando el imperio de la justicia social”. Más asombroso aun que el éxito político de este negociante fue cómo la izquierda lo elevó a la categoría de santo patrono. El M-19, una guerrilla de izquierda, se fundó para protestar contra lo que denominó el fraude electoral del 19 de abril de 1970, en que supuestamente se le arrebató el triunfo al general Rojas Pinilla.

No sé si hay otros ejemplos de movimientos de izquierda fundados para enarbolar la figura no de un revolucionario o de un guerrillero, como el Che Guevara, sino la de un militar de derecha, como Rojas Pinilla, que mató estudiantes de la Universidad Nacional en plena carrera Séptima, que lanzó bombas de napalm contra campesinos que él consideraba comunistas, que ordenó a la policía secreta lanzar a la muerte a espectadores que habían silbado a su hija en el circo de toros. Ese zaperoco ideológico del M-19 fue el que lo llevó después a la insania de apoderarse del Palacio de Justicia. Ese disparate del M-19 era como si el movimiento de los derechos civiles en los Estados Unidos, en lugar de alzar las banderas del reverendo Martin Luther King, Jr., hubiera izado las de algún notorio segregacionista sureño.

Muy posiblemente a Rojas Pinilla le robaron las elecciones de 1970. No se podía esperar otra respuesta de los partidos liberal y conservador. El golpe de Rojas en 1953 no se gestó en los cuarteles. Él fue llamado para tomarse el poder por Mariano Ospina Pérez, de quien fue ministro de Correos y Telégrafos, porque el presidente Laureano Gómez no quería permitir la candidatura de Ospina Pérez en las elecciones de 1954. El general no entendió que era un simple celador llamado temporalmente a cuidar la finca Colombia, sino que su intención fue enriquecerse en el gobierno y proscribir los partidos, como en efecto lo logró. No era, pues, ilógico que años después los partidos decidieran robarle las elecciones al general que antes les había robado el poder. Tantos tontos repiten que Rojas Pinilla le dio el voto a la mujer, pero olvidan que prohibió las elecciones, el funcionamiento del Congreso y de los partidos y todas las actividades proselitistas, además de implantar la censura de prensa. Pero el M-19 se alzó con la espada de Bolívar para reivindicar como mártir de la democracia a un individuo dedicado a robar a sus conciudadanos.

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