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La falacia del decrecimiento

Los humanos llevan más de 10.000 años aplicando tecnología a la producción agrícola, y los sistemas que se podrían llamar ‘tradicionales’, tienen un récord abismal de cosechas perdidas y hambrunas.

Esteban Piedrahita
19 de mayo de 2020

Entre las imágenes más compartidas por estos días en redes sociales están las de animales salvajes en entornos urbanos. La menor presencia de personas y vehículos de todo tipo en las calles y otros ámbitos de las ciudades, así como la menor contaminación auditiva, del aire y de los cuerpos de agua que esto conlleva, los ha motivado a aventurarse a espacios antes vedados.

Es innegable que la grave interrupción social y económica ocasionada por el covid-19 ha tenido un impacto positivo en algunas variables de la ecología. El instituto Breakthrough, un tanque de pensamiento dedicado al desarrollo sostenible, estima que en 2020 las emisiones globales de gases de efecto invernadero (GEI) caerán entre un 5% y un 8%, dependiendo de qué tanto se prolongue la crisis.

Estas (afortunadas) consecuencias de la coyuntura han contribuido a que en redes sociales pululen los llamados a pasar a “un modelo económico basado en el decrecimiento”, a “reducir el consumo y los viajes”, a transformar la agricultura a una “basada en producción local”, etc. Lo que pasan por alto estas propuestas, más que el muy marginal impacto de la crisis sobre la concentración de carbono en la atmósfera—Breakthrough proyecta una reducción del 0,05%--, es el monstruoso costo que el mismo conlleva. Al margen de las muertes, la morbilidad, el sufrimiento y el hambre, el costo por pérdida de actividad económica de cada tonelada de CO2 evitada por la crisis la calculan en US$1.750; una cifra 10 o más veces mayor a lo que cuesta mitigar emisiones con energías renovables.

Este contraste resulta ilustrativo de porqué la inversión en nuevas tecnologías ‘limpias’ ofrece una solución mucho más eficiente y viable para los desafíos ambientales que los llamados al decrecimiento y la reducción del consumo. No hay que olvidar que en el mundo más de 700 millones de personas consumen menos del mínimo calórico necesario, y más de 2.300 millones más son pobres o altamente vulnerables. Ni que, conforme las economías crecen, no solo se tiende a ralentizar su crecimiento poblacional, sino que su consumo de recursos por unidad de producción también tiende a caer. Los países ricos, que crecían al 6% en las décadas de los 50s y 60s, hoy crecen al 2%, sin medidas draconianas de control económico o poblacional y con mejores indicadores ambientales, incluyendo reducciones de las emisiones de GEI desde principios del siglo.

El regreso a la agricultura local y ‘tradicional’ supone una falacia igual a la del decrecimiento. Los humanos llevan más de 10.000 años aplicando tecnología a la producción agrícola, y los sistemas que se podrían llamar ‘tradicionales’, tienen un récord abismal de cosechas perdidas y hambrunas.

La globalización y tecnificación del sistema alimentario permiten el aprovechamiento intensivo de las mejores tierras, liberando grandes extensiones para la conservación, a la vez que, al diversificar las fuentes, mitigan riesgos climáticos y otros que pueden afectar la cadena de abastecimiento. Hoy la humanidad produce 3 veces más comida que en los años cincuenta, utilizando solo el 13% más de área.

No es un dato menor que tanto el SARS como el covid-19 surgieron del consumo por humanos de especies salvajes (muy a la usanza ‘tradicional’ y ‘local’). Esto no significa que no haya mucho campo para mejorar los sistemas de producción modernos, ni los arreglos distributivos de nuestras sociedades. Pero la solución pasa por el conocimiento, la inversión en nuevas tecnologías y el aprovechamiento de las fuerzas del mercado, más que por volver a utopías pasadas, tanto políticas como productivas, que nunca lo fueron.