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La fonda de Nari

Optaba por unos espaguetis al burro pero el mesero, que se lo tomaba todo literalmente, se los servía siempre a Andrés Pastrana

Daniel Samper Ospina
18 de octubre de 2008

El día que dijeron en La W que Yidis Medina iba a abrir un restaurante, y que el plato central era el bagre al cohecho, de consumo mínimo para dos personas, tuve una pesadilla: supuse que el gobierno montaría una fonda paisa para hacerle competencia.

En el sueño iba con unos amigos para probarla. En la fachada unos tubos de neón dibujaban a Uribe vestido de chalán, subido en un potro.

Nos recibía José Obdulio Gaviria, el administrador, y nos daba una mesa del lado derecho, porque en el centro y la izquierda no había sino baños.

En la pared había un corcho lleno de fotos de celebridades: Tomás y Jerónimo con unas modelos; Uribe con el padre Marianito; el hermano del presidente con Fabio Ochoa. Y así.

—Tengo mucha hambre -le decía al mesero: un tipo idéntico a Fabio Echeverry.

—Entonces le recomiendo la bandeja a la U. -me respondía- Viene cargada de carne y de tigre. Puede repetir las veces que quiera: que quiera el dueño, no usted.

Mis amigos se iban por platos distintos: uno pedía lengua a la Martha Lucía: una lengua larga, servida en una salsa pesada; otro prefería lentejas, pero ya se habían repartido todas, de modo que se transaba por unas habas a la Sabas, bautizadas así por María Isabel Rueda: un plato con abundantes granos, aunque no tantos como los que tuvo en la adolescencia Valencia Cossio.

Había algunos platos ligeros: la ensalada César Mauricio, por ejemplo, pero sólo la servían en el sótano del restaurante, con un descuento especial para paramilitares; también ofrecían unos palmitos arios, importados directamente desde Carimagua y rociados con un poco de glifosato, por la compra de los cuales uno podía reclamar un desplazado.

Un amigo prefería el Pulpo a la Gallego, ideal para no romper La Línea. Tenía los tentáculos largos y el mesero advertía que era el plato más demorado de la casa.

Las carnes no sonaban mal: había un steak a la Rito Alejo, finamente picado y servido con un guiso de bedoyas largas. Y también un Lomo a la Restrepo: un lomito tan tierno que se partía con nada.

De la cocina salía todo tipo de pedidos: pato a la Naranjo, pachito de res (ideal para los niños), sobrebarriga a la Turbay (en tamaño grande y en tamaño junior), pechugas a la Conchi.

Como los platos se demoraban más que Uribe en el poder, decidía quejarme ante el administrador, pero en instantes unos policías antimotines rodeaban nuestra mesa porque en la fonda estaba prohibido protestar.

Cuando el pedido había llegado nos obligaban a rezar. Mi bandeja no me gustaba y quería cambiarla, pero no me dejaban: me decían que estaba prohibido por los estatutos. Les decía que era cosa de quitar un articulito y servirme, mejor, una paella a la valenciana: un plato de mal aspecto pero cuya receta era una vieja tradición familiar. El secreto es que la servían con unos chicharrones grandes.

Se les había acabado. A cambio quedaba todavía sancocho de Ñame Terán; huevos de Iguarán y jamón a la Palacio, curado por el ministro de protección: es decir, enfermo. Pero para ordenarlo uno debía diligenciar la planilla correspondiente ante el chef y hacer una fila eterna en la cocina.

Optaba por unos espaguetis al burro y los pedía varias veces, pero el mesero, que se lo tomaba todo literalmente, se los servía siempre a Andrés Pastrana.

Rendido, ordenaba la mamona a la francesa o ternera a la Íngrid: una fusión de comida criolla con sazón parisiense que preparaban en todas partes y a todas horas. No estaba mal, pero era un poco hostigante.

Los platos nos causaban indigestión a todos. Y eso que no habíamos pedido el róbalo al Congreso, que era terrible; o la torta presupuestal, servida en persona por el chef Óscar Iván Zuluaga, que repartía tajadas a quien el dueño ordenara.

Los postres no eran muy buenos: en vez de brazo de reina había mano de Ríos; en lugar de cabellos de ángel había pelo de santos; el queso azul era muy grande y ocupaba muchos puestos; el beso de negra estaba prohibido por Piedad.

Para quitarme el mal sabor pedí el café de la casa, el café Sardi: un café añejo, descafeinado y servido con gotas de valeriana, que lejos de quitar la modorra la proporcionaba.

Pedíamos la cuenta pero pagar era un problema porque sólo se aceptaban tarjetas del Grupo Aval.

A la salida llegaban unos indígenas y el dueño se negaba a atenderlos. Justo cuando los meseros también espantaban a unos desplazados que pedían los sobrados, me desperté sudando y sin apetito.
 

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