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La fortuna de Honnecker

La única manera de encontrar inocente a un enemigo es no juzgarlo, como hicieron los norteamericanos con el emperador del Japón al final de la Guerrar Mundial.

Antonio Caballero
7 de septiembre de 1992

EL DERECHO DE ASILO ERA UNA DE LAS más viejas conquistas de la civilización: desde Alcibíades refugiado en el imperio persa -para poner la nota erudita- hasta los políticos chilenos asilados en masa en medio mundo cuando se tomó el poder el general Pinochet -para mencionar algo que todos deberían tener todavia fresco en la memoria. Bueno: pues esos mismos chilenos refugiados, que le deben sus vidas al derecho de asilo, acaban de terminar con él al entregar a Erich Honnecker para que sea juzgado en Alemania por sus enemigos.
No son los chilenos los únicos responsables, claro está. También lo son los políticos rusos, hasta ayer colegas de Honnecker y culpables de crímenes de Estado muy parecidos a los cometidos por el viejo jefe comunista alemán. Y los alemanes, que mediante presiones económicas sobre Rusia y sobre Chile consiguieron la entrega del asilado en la embajada chilena en Moscú. Y todos los demás, que aplauden, o por lo menos callan. Ya la Iglesia católica, que durante los siglos oscuros de la barbarie mantuvo sus templos como último refugio para los perseguidos, había dado el ejemplo hace dos años, cuando entregó al general Manuel Antonio Noriega, refugiado en la Nunciatura Apostólica, para que fuera juzgado y condenado por sus enemigos. Condenado, como acaba de serlo; y como lo será Honnecker, y de antemano lo sabe todo el mundo.
Pues la institución del derecho de asilo tenía su origen en la sana -en la civilizada- desconfianza por la justicia administrada por los enemigos de los perseguidos, es decir, la justicia política. Pues nadie cree -aunque sea eso lo que dicen las autoridades alemanas que prometen un juicio "justo"- que el prisionero tenga la más remota posibilidad de salir absuelto. Porque tampoco es verdad que vayan a juzgarlo -como dicen- por la muerte de 48 alemanes caídos cuando intentaban cruzar el Muro de Berlín durante su gobierno. Lo juzgan por los 48 años de régimen comunista en Alemania Oriental, que ya han sido juzgados y encontrados culpables. La única manera de encontrar inocente a un enemigo es no juzgarlo, como hicieron los norteamericanos con el emperador del Japón al final de la Guerra Mundial.
Ahora, sí: sería muy bueno -sería muy justo- que los jefes de Estado, como Honnecker, fueran juzgados por los crímenes de Estado, como va a serlo él. Pero en ese caso, todos los jefes de Estado. Sería muy justo que se juzgara a Idí Amín por los muertos de Uganda y a Hassán II por los de Marruecos, a Fidel Castro por los de Cuba y a George Bush por... -¡son tantos! Para simplificar, digamos que por los 4.000 que murieron en los bombardeos de Panamá emprendidos con el propósito de juzgar a Noriega.
Habría que juzgarlos a todos, y es muy poco probable que se salvara ninguno, como no se salvaron Carlos I en Inglaterra o Luis XVI en Francia. Esos chilenos que hoy entregan a Erich Honnecker no necesitaban ir a buscar jefes de Estado culpables en la otra punta del mundo: hubieran podido empezar por juzgar a su propio general Augusto Pinochet, que sigue siendo Comandante en Jefe del Ejército de Chile. Así hacen ciertas tribus, que los antropólogos llaman más primitivas que ellos: sacrifican a sus jefes ritualmente al final de su reinado. Y ellos lo aceptan con resignación, porque han mandado, y en consecuencia saben que merecen ser condenados a muerte.
Pero en las sociedades modernas no sucede así. Lo jefes de Estado rara vez son ejecutados -el rumano Ceausescu es una excepción- aunque con frecuencia sean asesinados: es otro estilo. Lo más frecuente es que se retiren a Copacabana, como el paraguayo Alfredo Stroessner, o a la Costa Azul, como el haitiano Jean-Claude Duvalier. Si Erich Honnecker es el único que se encuentra en la cárcel esperando juicio debe ser porque cometió un error que sus colegas no suelen cometer: no robó. -

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