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La guerra de los cien años

Nos quedamos sin saber cómo se ha hecho esta guerra, y cómo se ha pagado, y quién ha intervenido en ella desde afuera.

Antonio Caballero
23 de abril de 2011

En alguno de los libros del escritor Alfredo Molano dice uno de sus confidentes, uno de esos campesinos que han pasado la vida entera en la violencia de Colombia, que cuando parecía que una guerra ya se fuera a acabar "ya tronaba otra". Desde la orilla opuesta, el expresidente Álvaro Uribe suele decir lo mismo: que su generación de colombianos (que más o menos es también la de Molano y la mía) no ha conocido ni un solo día de paz. Y tampoco cambiaron las cosas cuando llegó él al poder con la promesa de imponer a la fuerza la 'seguridad democrática'. Aunque golpeadas, las guerrillas siguen estando ahí. Y también los narcoparamilitares, aunque se hayan desmovilizado más de los que había y ahora se llamen 'bacrim'. La guerra sigue igual.

Tanto es así que el gobierno actual quiere hacer aprobar una nueva ley de Inteligencia y Contrainteligencia (nombre noble que recibe la suciedad inevitable del espionaje) en la cual entre otras muchas cosas se dispone que los documentos oficiales que tengan relación con esa guerra serán secretos durante por lo menos cuarenta años. Y, si así lo decide el presidente del momento, durante quince más, hasta completar cincuenta y cinco. Los cuales, con los sesenta que ya llevamos, suman ciento quince. Explica el ministro de Defensa, Rodrigo Rivera, que la desmesurada duración del secreto para la información sobre la lucha antiguerrillera "es una buena estrategia para ganar esa confrontación".

No creo que para ganar. Pero sí, en cambio, para prolongarla. Así lo ha hecho. Cuenta en una columna Gustavo Gallón, de la Comisión Colombiana de Juristas, que hay un Reglamento Militar de Combate de Contraguerrillas de 1969 (cuarenta y dos años), actualizado en 1987 (veinticuatro) "que incluye prácticas criminales". No dice Gallón cuáles. Pero prosigue alegando que ese Reglamento secreto debería ser ya público porque la ley actual (la nueva no ha pasado todavía) estipula que "la reserva legal sobre cualquier documento cesará a los treinta años de su expedición". Pero el Ejército argumenta que hay que empezar a contarlos a partir del momento en que sea derogado.

Así que nos quedamos sin saber cuáles han sido los métodos criminales usados en nuestra larga guerra. O, aunque lo sepamos, nos quedamos sin las pruebas. Métodos que por otra parte, sin duda, son los mismos que los profesores del Ejército norteamericano enseñaban en la Escuela de las Américas de Panamá, en donde se educaron tantos militares torturadores del continente, y que dejaron de enseñar (al menos abiertamente) por orden del Congreso. Nos quedamos sin saber cómo se ha hecho esta guerra, y cómo se ha pagado, y quién ha intervenido en ella desde afuera: los Estados Unidos, Israel, Cuba, la Unión Soviética, Venezuela. Pues todo ha sido turbio en esta larga guerra sucia, y la mentira ha sido siempre una de las armas de la guerra. Pero para no repetir los errores del pasado es bueno conocerlos. Como en la frase de Santayana: los pueblos que no conocen su propia historia están condenados a repetirla.

Lo que pasa es que esos errores no son errores en opinión de todos. Hay quien los aprueba con entusiasmo, como aciertos. Y hay quien ha medrado con ellos. Una vez más tiene razón el expresidente Uribe cuando dice como acaba de hacerlo por Twitter: "A muchos nos duele la violencia. Otros la aprovechan para su ascenso político". Pero tal vez no se da cuenta de que, además del retrato de "otros", está haciéndose su autorretrato.

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