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La guerra en tres actos

Ver, Dialogar, Humanizar. Estas expresiones verbales me permiten tejer en una narrativa integral las lecturas y enfoques de tres artistas sobre la guerra. Los narradores: Jesús Abad Colorado, Natalia Orozco y Alejandra Borrero. La fotografía, el cine y la dramaturgia en un solo compromiso.

Gonzalo Sánchez
11 de junio de 2019

Chucho se echó al hombro una cámara hace años, y con ella nos mostró el conflicto en sus modalidades de barbarie, resistencia y dignidad. Sus imágenes son un desafío a la indiferencia. Si usted ha negado la guerra, si usted piensa que no la ha vivido ni sufrido, prepárese. La exposición, El Testigo, le mostrará que su cotidianidad, su entorno, su comunidad, su país, y usted mismo, han estado durante décadas atravesados por la guerra, sin saberlo, quizás.

La contundencia de fotos sufrientes, de territorios, ríos, montañas, pobladores, guerreros armados y desarmados, de daños, pérdidas, pueblos arrasados, lo harán sentir más y más inquieto a medida que vaya repasando todo el diccionario de la barbarie concentrada en cuatro salas de un museo. Al final, usted ya no podrá decir que aquí no ha pasado nada. La única palabra que el fotógrafo quisiera escucharle después de mostrarle estas marcas de guerra y de memoria es: “qué puedo/debo hacer para superar y evitar que se repita esta tragedia?”.

Las imágenes nos dejan sin palabras y el regreso a casa es incómodo. Usted también se ha vuelto testigo. Me siento a pensar en lo que me pasó, lo que le pasó a tantos otros, lo que le pasó a Colombia. La exposición está hecha para que la vea la gente, pero también para que la vean sus vecinos desde los balcones del poder, ya que, por significativa coincidencia, está espacialmente anclada en el Claustro San Agustín, a metros del palacio presidencial. Sí, uno entra como visitante y sale como testigo, con la compulsión de contar lo que ha visto.

En el segundo acto encontramos a los que tienen que buscarle salidas a lo visto en el primero.  El Silencio de los Fusiles, de Natalia Orozco, proyecta la negociación como proceso, no siempre lineal. El largometraje, una verdadera reliquia para la posteridad, nos adentra en las intimidades políticas y logísticas que precedieron a la decisión misma de negociar, enunciada en el mensaje  directo del presidente a las Farc , “yo tengo las llaves de la paz”, respondido por Alfonso Cano con igual nitidez, “el diálogo es la ruta” .

Y viene luego el recuento de las negociaciones secretas, de las desconfianzas recíprocas, la larga historia de las traiciones y reclamos, los encuentros interpeladores y a la vez sanadores con las víctimas, hasta construir una agenda con el apoyo de ese otro intrincado mundo de los aliados, de los observadores, de los asesores, de los garantes, y de una escéptica y vigilante sociedad civil. Lo que sigue en la fase pública lo sabemos todos. Difícil encontrar otro proceso en el mundo en el cual queden registros visuales de  las intimidades de una negociación, tan larga y zigzagueante, que comienza con una pregunta divisoria: ¿quién es el primer perpetrador de esta guerra?

Interrogante lanzado por la insurgencia teniendo como trasfondo las memorias de Marquetalia. Cómo una sociedad, después de más de cincuenta años de desangre, logra sentar a las partes en una mesa, y llevar lo iniciado hasta el final, con ese itinerario…Oslo, La Habana, Cartagena, Capitolio Nacional en Bogotá?. Una verdadera odisea seguida por la mirada generosa y comprometida de la comunidad internacional, y por las cámaras del mundo. Terminar la guerra era posible. Y se demostró real por la vía negociada. El paulatino silencio de los fusiles le cedió el turno al poder de la palabra.

Tercer acto: Victus, de la actriz y directora de teatro Alejandra Borrero. Ya firmados los acuerdos en Cartagena, sobre una tarima real y a la vez imaginaria, discurren y narran los viejos protagonistas de la guerra y todas sus víctimas. Al espectador no se le dan identidades construidas, sino sucesión de eventos y procesos en los cuales esas identidades se encuentran, se contraponen y luego se diluyen.

Cuando la guerra empieza a ser pasado, se van borrando las identidades confrontacionales, y en la desolación va quedando la sensación de que todos fueron, fuimos víctimas. Unos y otros se encuentran en lo único que les dejó la guerra, su desnuda humanidad, compartida con los espectadores-actores que también discretamente lloran. Esa experiencia de encontrarse como seres humanos, es una crítica demoledora a los órdenes de la guerra, a sus roles, sus legitimaciones, aunque ello no excluya, desde luego, responsabilidades y reconocimientos de daños claramente identificados y atribuidos. Tremendo mensaje para el agobiado espectador: esta ha sido una guerra sin sentido, así haya tenido muchas causas.

El proceso social y político se impone aquí sobre las rigideces conceptuales. Hace diez años hablar de la humanidad de la guerra hubiera sido considerado con grandes prevenciones, como estrategia de ocultamiento de las complejidades, de la diversidad de actores y raíces históricas del conflicto. Hoy, gracias a las negociaciones, podemos aproximarnos a la vivencia de la guerra como una diversidad de dolores compartidos.

El arte hace el milagro de suturar las discontinuidades del proceso en una narrativa integradora de los tres momentos. Reconocer, dialogar y humanizar: he ahí el saldo pedagógico que a través de múltiples expresiones artísticas nos deja esta guerra, para no quedar condenados a ser meramente una sociedad de eternos agravios.

@GSanchez2019

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