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La Harley - Davidson

Las Farc, tan leguleyas como el establecimiento, sueñan con una Constituyente como dice Iván Márquez que, de niño, soñaba él con una motocicleta.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
22 de junio de 2013

Casi todo lo que proponen ahora los de las Farc en su más reciente decálogo de exigencias “mínimas” es, en efecto, mínimo, y sensato, y fácil de hacer. No es ninguna revolución. Salvo en el sentido, claro está, de que sería revolucionario hacer justicia en Colombia. Pero hablar de hacer justicia no lo es. 

De eso se viene hablando, como recordé aquí la semana pasada, desde las leyes de Indias del emperador Carlos V que se llamaron “nuevas” en el siglo XVI. Bastaría con que se cumplieran por fin esas leyes, o, yendo todavía más atrás, bastaría con que se cumpliera el decálogo traído por Moisés del monte Sinaí: no matar, no robar, no levantar falsos testimonios ni mentir, etcétera. 

Si así se hiciera, no habría guerrillas ni paramilitares, no habría corrupción, no habría escándalos por acumulación ilegal de tierras en el departamento del Vichada. Hasta el mandamiento de no fornicar sería bueno cumplirlo, a ver si por fin mengua la proliferación insensata de la raza humana que está devorando el planeta.

Volviendo al decálogo de las Farc. Hay en él reclamos elementales, como son los de los puntos 2 y 3: garantías para la oposición y para que los exguerrilleros participen en política, si llega a haber acuerdo. 

Hay también inofensivas y pomposas boberías demagógicas en los puntos 5, 7 y 8: estímulos a la participación política y social de las regiones y los entes territoriales; y garantías de participación política y social de comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes, así como de otros sectores sociales excluídos; y estímulos a la participación social y popular en los procesos de integración de Nuestra América. 

Y también hay un par de puntos, el 4 y el 6, que exigirían la instauración previa de un régimen de verdad revolucionario: democratización de la información y de los medios masivos de comunicación, y participación social y popular (¿qué querrá decir social, qué querrá decir popular?) en la planeación de la política económica. 

Repito lo que he dicho aquí otras veces: desde que aterrizaron en La Habana en un avión del gobierno los jefes de las Farc se comportan como si hubieran entrado en Bogotá a la cabeza de su tropas victoriosas. Como si hubieran ganado la guerra. Tal como cada cual se gasta en la imaginación el premio gordo de la lotería que todavía no se ha ganado, por si acaso se lo gana. Pero si hubiera sido así no estarían en La Habana.

Hay además en el decálogo una vaguedad enorme, la del primer punto: reestructuración democrática del Estado y reforma política. Como quien pide el cielo. Y un punto fundamental, necesario para los nueve restantes, que es el décimo: convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente.
Pero ¿por qué proponen, si no tienen la capacidad de imponerlo, lo que ha sido de antemano rechazado por la contraparte? Porque se están dirigiendo al país por sobre las cabezas de los negociadores del gobierno. Están haciendo política antes de que se pacte su participación en política.

Están usando los medios antes de que se haya convenido su ‘democratización’. Nunca, desde los tiempos del Caguán, habían tenido las Farc tal presencia mediática: la holandesita bonita, el ciego que echa chistes, el barrigón que escupe fuego. Entrevistas, y todas sus propuestas en primera página. 

Y usan eso para proponer una constituyente porque, como recordaba Alfonso Gómez Méndez en estos días en su columna de El Tiempo, Alberto Lleras explicó  que desde las guerras civiles del siglo XIX “cada guerrillero lleva un proyecto de Constitución en su mochila”. Las Farc, tan leguleyas como el establecimiento, sueñan con una constituyente como dice Iván Márquez que, de niño, soñaba él con una motocicleta Harley-Davidson como la que muchos años más tarde iban  a prestarle para una foto en el Fuerte Tiuna de Caracas.

También el gobierno, hay que decirlo, se comporta como si hubiera ganado la guerra. Pero si así fuera, tampoco estarían sus delegados conversando con las Farc en La Habana.
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ACLARACIÓN:

Por mano ajena, la de un señor Álvaro Salazar C., el multimillonario Ardila Lülle le pide al director de esta revista  que me ordene (“favor ordenar”) aclarar que no es él el propietario de los ingenios que hicieron la pirueta ilegal de las tierras del Vichada. Siento haberlo confundido en mi columna de la semana pasada con otros multimillonarios. Todos son idénticos.

Por otra parte, le aconsejo al señor Ardila Lülle tomar clases de urbanidad. Y a su amanuense el señor Salazar C. le recuerdo que los nombres propios y los apellidos se escriben con mayúscula. 

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