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La hora de religión

No sé con qué presupuesto se organizarán los cursos de algún colegio multicultural con alumnos que exijan formación islámica, evangélica, taoísta...

Semana
2 de febrero de 2006

Si creen que las clases de religión sirven para convertirlo a uno en un católico ejemplar, me voy a poner, muy inmodestamente, de contraejemplo: hice el kínder y los primeros años de primaria con las hermanitas de Marie Poussepin y después todos los años que me faltaban hasta el último de bachillerato en un colegio del Opus Dei. Todavía me sé de memoria, no digamos el Padrenuestro, el

Credo, los Diez Mandamientos, el Angelus y el Magnificat, que eso cualquiera se lo sabe, sino también los Mandamientos de la Santa Madre Iglesia, las Obras de Misericordia (corporales y espirituales), y las cinco vías y las montañas de silogismos supuestamente irrefutables que Santo Tomás de Aquino se ingenió para probar la existencia de Dios.

Una hora diaria de religión desde la más tierna infancia hasta la más ardiente adolescencia no bastaron para convencerme de que debo pagar diezmos y primicias a la Iglesia de Dios, o ayunar y no comer carne cuando la misma lo mande. No oigo misa entera todos los domingos y fiestas de guardar, no me confieso por lo menos una vez al año ni comulgo por Pascua de Resurrección. Si doy posada al peregrino, consuelo al triste o sufro con paciencia las molestas cartas de mis prójimos cristianos, no lo hago por haberlo aprendido en esas clases sino porque me nace de los cojones, como tan visceralmente se dice en España.

No me convencen las pruebas de Santo Tomás y todavía menos las de San Agustín. De la escolástica me gustan el apasionado énfasis retórico y el rigor argumentativo -todo copiado de la lógica aristotélica-, pero me decepcionan las conclusiones. Mucho más convincente y razonable me pareció el libro que un querido pariente me regaló cuando me gradué de bachiller: Por qué no soy cristiano, de Bertrand Russell.

En fin, cuento todo esto porque en el ambiente de restauración moral que propicia este gobierno, y por influencia de la Curia, acaban de imponer otra vez como obligatorias las clases de religión. No voy a poner el grito en el cielo, no voy a protestar por este nuevo acto de clericalismo ni a denunciar lo obvio: que en un Estado laico, las creencias religiosas de los ciudadanos y los asuntos públicos deben ir separados. Esa perorata no cabe en la cabeza de los restauradores de la nueva derecha.

Por eso, para no desgastarme, prefiero pensar que saber historia sagrada tiene su encanto, que leer el Antiguo Testamento puede ser apasionante, que estudiar los detalles de la Hégira no le hace mal a nadie, que meditar en la vida de Buda venerable es instructivo, y que (para conocer a fondo los delirios humanos) tampoco es dañino oír los argumentos de quienes creen en la reencarnación. Si uno dispone de antídotos, la enseñanza de la religión no te lava el cerebro.

Cuando uno estudia historia de las religiones se da cuenta -con esa infinitud de dioses que han nacido y muerto, desde la antigüedad hasta las religiones amerindias- de lo fecunda que ha sido la fantasía humana para inventarse sitios y seres ultraterrenos, y las más diversas esperanzas y temores post-mortem. Toda esa explosión demográfica de deidades debería ser ya un indicio, no de lo que Santo Tomás llamaba el "consenso universal", sino más bien de lo frondoso que es el árbol de la imaginación humana, sobre todo en esa parte que Borges llamó "una rama de la literatura fantástica" (la metafísica y la teología).

No sé con qué presupuesto organizará el Ministerio de Educación los cursos de religión cuando le resulte algún colegio multicultural con alumnos que exijan formación islámica, evangélica, ortodoxa rusa, adventista, judía, animista, taoísta, católica, budista y, por qué no, religiones neoaztecas y neomayas. Se supone que para cada uno de ellos tendrán que contratar un profesor especializado y recomendado por cada secta, y pagarle su respectivo sueldo, sus cesantías y prestaciones sociales.

En cuanto a agnósticos, ateos y humanistas, la ley no dice nada, y aquí sí me permito, muy humildemente, hacer una sugerencia. Tengo dos hijos que hacen su bachillerato muy cerca de la Sede Apostólica. Allá también, si los alumnos o los padres lo desean, se imparten clases de religión. Pero las ponen a última hora de la mañana o de la tarde, de manera que los hijos de padres no creyentes se puedan ir a la casa antes, a leer, a estudiar algo que les interese más, o simplemente a descansar.

Me parece aceptable que les den religión y les califiquen la clase a todos los creyentes. Pero también tendría que haber una puerta abierta -o una clase alternativa de ciencia, por ejemplo- para los estudiantes que ven la religión como un importante fenómeno cultural, pero no como una materia doctrinaria de estudio obligatorio. En un Estado laico, esto es lo mínimo que se debe pedir.

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