Home

Opinión

Artículo

La injusticia penal militar

Los militares no pueden ser intocables, ni seres de otro mundo, ni colombianos de otra categoría con quienes nadie puede meterse

Semana
12 de agosto de 2006

En la justicia penal militar se castiga con mano de hierro la indisciplina y con guante de seda la brutalidad. La mentalidad militar no tolera que unos soldados no informen a sus superiores que se encontraron una plata en un hueco y se la echaran al bolsillo, como haría el 90 por ciento de los ciudadanos. Por hacer algo así, dicta fallos humillantes, pérdida del honor militar y años de cárcel.

En cambio, si se comprueba que un oficial remató a un enemigo después de capturarlo, o si se enteran de que dispararon a un grupo de policías para hacerle un mandado a la mafia, o si desaparecen a un presunto guerrillero, o si visten de camuflado y botas pantaneras a un campesino ya muerto, o si se hacen los de la vista gorda ante una masacre de indígenas, o si les dan un trato inhumano y degradante a sus colegas primíparos, la sanción es simbólica. Una amonestación, tres meses de clausura en el cuartel, y otra vez a las filas, a repetir los mismos "actos de servicio". Tal vez en el segundo caso se obedecían órdenes o se seguían costumbres; en cambio, en el primero (el de la guaca) se saltaron por la faja a los superiores jerárquicos, quienes debían resolver en el sigilo militar qué hacer con la platica. Es eso lo que se castiga.

Lo único verdaderamente intocable en Colombia son los militares. Se hablan pestes de Uribe en los periódicos, es posible despotricar de la Iglesia y de la prensa, incluso hablar mal de la Policía, pero nadie se atreve a tocar a los militares. Cuando una ministra de Defensa intentó organizar la forma como ellos hacen sus contrataciones, la obligaron a renunciar. En las embajadas del país en el exterior, los agregados militares son ruedas sueltas. Si a un embajador se le ocurre meter las narices en la forma como negocian armas o compran uniformes, los amenazan.

Los militares colombianos viven en su propio mundo rodeado de cercas, barricadas y puestos de control; un mundo aislado, entre el sigilo y los privilegios, entre desfiles, guardias, gritos marciales y jerarquías. Sus familias viven aisladas en el mismo gueto. Por supuesto que el tipo de trabajo que hacen requiere obediencia casi ciega, y una cadena de mando rígida, y cautelas que no necesitamos los demás ciudadanos. Hay sacrificios, hay mutilados, hay una vida de campañas en el monte que no les envidiamos. Pero fuera del aspecto heroico, que se les reconoce en un país donde los hijos de los ricos no se ensucian las manos y compran la libreta militar (y por ende, hay militares que las venden), existe también en el Ejército algo turbio, un mundo de roscas y privilegios en los ascensos, corrupción con las dotaciones, solidaridades de cuerpo y alianzas secretas con mafiosos y asesinos.

Lo problemático es que esto turbio no se deja investigar, pues nadie puede meter la nariz allí. No digamos la academia: ni siquiera los propios ministros civiles de Defensa, so pena de que su vida se vuelva imposible. Y alguna responsabilidad le corresponderá al Ejército nacional en el hecho, único en América Latina, de que Colombia siga siendo esa anomalía continental donde todavía hay varios grupos guerrilleros en el monte, donde hay también grupos paramilitares, donde unos y otros cultivan y exportan drogas, donde en las selvas se pudren miles de secuestrados. El Ejército colombiano es el que ha tenido las manos más libres para actuar, durante decenios, y el que no ha conseguido acabar con estos flagelos, pese a que sus métodos han sido brutales (y su brutalidad perdonada) en muchos casos.

Después de cuatro años de seguridad democrática, con la mejor tajada del presupuesto nacional para el Ejército, la cúpula de las Farc sigue prácticamente intacta, el negocio del narcotráfico sigue entre los paracos desmovilizados, y las acusaciones de cometer terribles violaciones a los derechos humanos no se detienen. Y como la justicia penal militar no funciona, después las indemnizaciones millonarias se las aplican al Estado desde el exterior, tal vez porque tan lejos no llega la mano intimidante del Ejército.

Ni siquiera puedo dar nombres y datos precisos de lo que escribo, y todo lo que digo lo escribo por indicios, por noticias fragmentarias de prensa, por susurros medrosos en las embajadas, por infidencias de funcionarios que estuvieron en el Ministerio de Defensa, pero en realidad, nadie se atreve a hablar abiertamente, nadie puede investigar al Ejército, y por eso mismo mantienen un fuero más allá de todo criterio racional. Después de la carnicería de Jamundí, y ahora que han condenado con inusual rigor a los soldaditos de la guaca y a los oficiales fugitivos (se fugan si los van a condenar), es el momento de que todo eso tan turbio que ocurre en el Ejército se investigue a fondo, se airee, se libere de su aire clandestino. Porque los militares no pueden ser intocables, ni seres de otro mundo, ni colombianos de otra categoría con quienes nadie puede meterse. Y si todo esto que digo es injusto, como me dirán, entonces que permitan a un grupo completamente independiente de investigadores que indaguen lo que ocurre ahí y nos digan a todos la verdad.