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La justicia política

El caso de Álvaro Uribe se debería convertir en una clase magistral en las facultades de derecho sobre cómo no se debe impartir justicia. Falta aún saber el desenlace y falta que en unos años, cuando el daño está hecho, la CIDH, la Corte Interamericana o el tribunal de la ONU se pronuncien, si es que se pronuncian, sobre esta barbaridad. No me hago muchas ilusiones.

Francisco Santos
27 de mayo de 2023

Hoy, cuando la democracia en Colombia depende más que nunca de una justicia imparcial, que defienda los valores de la democracia liberal y la separación de poderes, de la presunción de inocencia, del debido proceso y, sobre todo, del respeto por la ley, una juez de la República produce un fallo que desdice de toda la justicia, pone en duda su imparcialidad y muestra un rostro político deplorable por decir lo menos.

Empecemos por el principio. La acusación penal contra el expresidente Álvaro Uribe Vélez está basada en dos delitos que la Corte Suprema valida. El primero es la interceptación ilegal de comunicaciones. Los cientos de horas que grabaron a Uribe sin orden judicial y que legalizaron dos jueces de la Corte Suprema (que no menciono por la vergüenza que me da escribir sus nombres) es un atropello y una barbaridad jurídica sin igual.

Y el segundo delito es el de interceptar a un abogado con su defendido. En España condenaron al famosísimo juez Baltasar Garzón a 11 años por hacer lo mismo. Acá los mismos jueces y unos de más bajo rango, que seguramente aprendieron de las mañas de sus superiores, legalizaron ese tipo de delitos que están consagrados en la ley y que forman parte de la presunción de inocencia y del debido proceso que acá se violó repetidamente.

Si esto hubiera sucedido contra un dirigente de izquierda, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Interamericana de Derechos Humanos ya se habrían pronunciado, ya habrían actuado y ya habrían parado este abuso de poder. Así fue con Gustavo Petro, actuaron de manera inmediata cuando era alcalde de Bogotá y fue destituido por el procurador. No, como el caso es sobre Álvaro Uribe, por ser de derecha no merece el mismo trato, la misma velocidad de acción ni la misma indignación y rechazo. Estas instituciones, con su falta de accionar, muestran un doble estándar ante la imparcialidad de la justicia y el abuso de la justicia sin igual. Dos casos y dos acciones distintas sobre dos personajes políticos de Colombia son un ejemplo claro de la politización de estas dos instituciones.

Y el caso en sí tiene unas interpretaciones que no dejan de sorprender. Lo primero que hay que decir es que la juez, después de acusar a Uribe, de mostrar su sesgo en su accionar durante los procedimientos y de reafirmarlo en su fallo, dice al final que es la Fiscalía la que debe acusar. Pues claro, así funciona el sistema acusatorio que la juez se quiso llevar por delante para satisfacer a sus superiores, que dieron toda clase de muestras de parcialidad política durante la fase inicial de ese proceso.

Ahora viene la apelación ante el Tribunal Superior de Bogotá que ojalá muestre independencia, vea las pruebas en su verdadero contexto y reverse las decisiones ilegales que magistrados y jueces validaron pasándose por la faja la ley. Lo que se ha visto es sin igual, es una persecución política por parte de la Justicia, que asemeja lo que hace Maduro con su justicia de bolsillo. Quién es el Maduro de este caso no se sabe, y si lo hay, algún día se sabrá, pero la herencia y la podredumbre de este enjuiciamiento enloda a una Justicia que necesitamos hoy más que nunca. Qué difícil es la tarea del Tribunal, pues tiene de por medio el rescate de la credibilidad de la Justicia a costa de ganarse unos poderosos enemigos en la rama judicial. Ojalá estén a la altura del momento, no por Álvaro Uribe –él ya tiene su lugar en la historia que le será debidamente reconocido–, sino por la credibilidad de la única rama del poder público en la que hoy los ciudadanos confían, pueda parar los abusos autoritarios del presidente Gustavo Petro.

Y hay que hacerse unas preguntas que merecerían respuesta. ¿Cómo es posible que dos fiscales y procuradores distintos en tiempos distintos llegaran a la misma conclusión, que no había pruebas suficientes para acusar y que se debía precluir? ¿Cómo es posible que unos pocos jueces de la Corte Suprema violen la ley de manera flagrante y no pase nada? ¿Cómo es posible que funcionarios que grabaron a Uribe ilegalmente no estén en la cárcel y funcionarios del Gobierno de Uribe fueron condenados y pagaron prisión por supuestos delitos mucho menores? ¿Acaso la ley no es la misma para todos?

Es triste decirlo, pero la ley no es la misma ni se aplica de la misma manera si eres un asesino o un activista de izquierda o si eres lo mismo, pero de derecha. Un ejemplo: los paramilitares pagaron cárcel casi todos y sus jefes fueron extraditados, mientras la guerrilla está en el Congreso y es sometida a una justicia de bolsillo, esa sí que deja ver su ideología y su sesgo en cada decisión que toma. Para los primeros se aplicó una ley que utilizó la justicia ordinaria, con beneficios, eso sí, para juzgarlos y enviarlos a la cárcel. Para los segundos, construyeron un tribunal de mentiras, con gran presupuesto, que trata a la guerrilla con guante de seda, que no ha logrado ninguna verdad de parte de ellos y que ha lavado su historia, pues a sus víctimas las trata como sacrificados de segundo nivel. De ese tribunal no se puede esperar nada distinto a ser el lavador oficial de las Farc y sus atrocidades, y de consolidar la narrativa que tienen, ellos son los buenos y la sociedad colombiana y la democracia colombiana –que les paga sus sueldos– son los malos.

El caso de Álvaro Uribe se debería convertir en una clase magistral en las facultades de derecho sobre cómo no se debe impartir justicia. Falta aún saber el desenlace y falta que en unos años, cuando el daño está hecho, la CIDH, la Corte Interamericana o el tribunal de la ONU se pronuncien, si es que se pronuncian, sobre esta barbaridad. No me hago muchas ilusiones.

Pero lo que sí no debe pasar es que la sociedad olvide este caso, pues es el ejemplo de una justicia política e ideológica que, si sigue por este camino, se convierte en la espada de Damocles de la democracia colombiana. Estos jueces de la Corte y de otros juzgados les pusieron un carro bomba a la ley y a la democracia. Porque si se salen con la suya, este es apenas el primer caso. Después, cualquiera sin pruebas, sin debido proceso y violentando la ley, puede ser condenado.

Como en Venezuela, en Nicaragua o en Cuba.