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Carlos Amaya columna Semana

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La lección chilena y nuestro reto nacional

Las propuestas de cambio tienen una imposibilidad inherente a la propia refriega democrática: no generan certezas absolutas; pero lo que sí pueden y deben hacer es generar márgenes de confianza con rumbo hacia la identificación de un destino común.

9 de septiembre de 2022

Pocas horas después de que el ‘rechazo’ se impusiera en el plebiscito que convocó a los chilenos para decidir sobre su nueva constitución, el expresidente Ricardo Lagos (de centroizquierda y en su momento uno de los mayores opositores de Pinochet) afirmaba que la Convención Constitucional no había escuchado a Boric cuando, tres días después de haber sido electo presidente, dijo ante sus miembros que “no quería una Constitución partisana”.

Con “constitución partisana”, el presidente Boric no se refería a una constitución rebelde, sino a que las mayorías (de izquierda) de la Convención Constitucional no debían imponer su visión a las minorías, sino que se debería buscar un texto que interpretara a toda la sociedad.

El propio Lagos, en los meses previos al plebiscito, afirmaba que el proceso constituyente de Chile no terminaba con la votación del plebiscito, toda vez que el texto “estaba lejos de convocar a las grandes mayorías ciudadanas”.

Tanto el expresidente como el actual presidente, dos de los dirigentes de izquierdas más importantes que ha tenido el país austral en las últimas décadas, intuyeron el rumbo que estaba tomando el proceso.

El puntillazo final lo dio el mismo Boric en su discurso posterior a los resultados, recogiendo lo que durante meses se sentía en el ambiente y muy seguramente arrepentido por no haber puesto los frenos necesarios cuando tuvo la oportunidad de hacerlo; pero con la gallardía y humildad necesarias para oxigenar la democracia:

“Me comprometo a poner todo de mi parte para construir en conjunto con el Congreso y la sociedad civil un nuevo itinerario constituyente (…). Ha hablado el pueblo de Chile y lo ha hecho de forma fuerte, clara. Los chilenos y chilenas han exigido una nueva oportunidad para encontrarnos y debemos estar a la altura en este llamado (…); vamos a abordar juntos y unidos la construcción del futuro (…). Cuando actuamos en unidad es cuando sacamos lo mejor de nosotros mismos”. Todo refrendado cuando hizo un revolcón en su gabinete en un claro mensaje de moderación hacia sus compatriotas.

No fue una victoria política

Exultantes, muchas veces arrogantes, sectores políticos chilenos, luego de sendas victorias electorales, de opinión y sociales logradas con justicia en años recientes, quisieron ir más allá y creyeron que su visión ideologizada e inamovible podría imponerse en el nuevo rumbo que se le daría al país. Nada más errado y alejado de la realidad. Tan alejado que su derrota fue abrumadora.

Es claro que los chilenos quieren un cambio y que el rechazo no fue ningún triunfo, aunque algunos sectores políticos (no solo de derechas) quieran mostrarlo como tal. Más bien se trató del voto del inconformismo de gigantescas capas sociales que no es que quieran de vuelta el viejo régimen pinochetista, sino que rechazaron el texto propuesto por no sentirlo como propio. Como circuló por redes: “Cambio sí; pero no así”.

No se trató entonces de una victoria política, sino más bien de un fuerte llamado de atención a esa dirigencia que, aun cuando incluyó en el texto grandes avances en lo social, no logró o no quiso generar consensos y no tuvo la habilidad para canalizar y llevar a la máxima instancia política los anhelos ni de escuchar las inquietudes provenientes de grandes capas sociales que lo mínimo a lo que aspiraban es a ser escuchadas e incluidas en una decisión tan trascendental para su propio futuro.

Leer con cabeza fría lo sucedido en Chile

Una nueva Constitución o los virajes políticos de envergadura no se generan espontáneamente, tienen un peso social a cuestas, y son responsables de conducir las transiciones, las cuales no se pueden anclar en posiciones unívocas o en verdades absolutas. Estos procesos no pueden depender de un proyecto político o de una facción fuertemente ideologizada. Por el contrario, los cambios se construyen a partir de multiplicidad de voces, de tires y aflojes y, para ser perdurables en el tiempo, deben estar alejados de las radicalizaciones.

Las transformaciones sostenidas antagonizan con el ejercicio político que se lleva a cabo a ‘sangre y fuego’, que por momentos y en las redes sociales parece dejar en el ring a ganadores y perdedores absolutos, pasando por alto lo más importante en la construcción sociopolítica: el panorama social y económico, las reivindicaciones y los anhelos, los actores por disímiles que sean, los procesos históricos y culturales propios y las distintas visiones de futuro, todas estas aristas a partir de las cuales se consolida un proyecto conjunto como sociedad.

Las propuestas de cambio tienen una imposibilidad inherente a la propia refriega democrática: no generan certezas absolutas, pero lo que sí pueden y deben hacer es generar márgenes de confianza con rumbo hacia la identificación de un destino común. De otra forma, el proceso de transición se verá truncado con el riesgo de regresar a estadios previos, con dificultades insospechadas y con altas probabilidades de que las sociedades pierdan décadas valiosas en sus procesos.

Este es el gran desafío que tienen los chilenos en esta etapa de reconstruir su texto constitucional, pero también es la gran lección que tenemos a la mano los colombianos: el reto del cambio al que nos enfrentamos como nación necesita de la concurrencia de todos los actores para generar confianza. Y no lo afirmamos desde la ingenuidad de creer que los contradictores se van a tomar de la mano y van a sonreír para las fotos, o desde la ‘mermelada’ que pueda entregar el Gobierno nacional para lograr mayorías en el Congreso. Lo afirmamos desde la necesidad del debate serio, maduro, abierto, sincero, incluyente y sostenido, que le permita a la dinámica democrática ir construyendo en estos años un país diferente, basado en una sociedad con un destino común.

Sin duda, los tiempos que vienen para Colombia son cruciales. Ojalá todos, pero especialmente el sector que hoy gobierna nuestro país, lea con cabeza fría lo sucedido en Chile.

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