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La literatura no nació con Macondo

José Manuel Acevedo Medina aplaude los recientes homenajes hechos a García Márquez pero recuerda que el país tiene una tradición literaria con otros nombres.

Semana
31 de marzo de 2007

A propósito del Congreso de la Lengua Española que finalizó hace pocos días en Cartagena, y de la aprobación de la Nueva Gramática en Medellín, conviene reflexionar acerca de la capacidad literaria de los colombianos y de los grandes escritores que este país ha producido a lo largo de toda la historia y que han quedado desdibujados por cuenta de las mariposas amarillas.

Diré para comenzar, que me niego a creer que la literatura colombiana haya nacido en Macondo como se nos está haciendo creer. Cuando le preguntan a un colombiano de a pie a cuáles escritores de su patria admira, sólo se le ocurrirá el nombre de Gabo que, con el respeto que me merece –su obra, más que él–, no ha sido ni el único ni el más grande de los escritores colombianos.

El problema es que aquí se nos habla exclusivamente de García Márquez, desconociendo de manera sistemática a sus predecesores que nacieron en estas tierras y contribuyeron tanto a la lengua castellana y a las letras bien escritas.

Claro, es el Nobel, y muy bien por él que haya vivido en una época en la que tal galardón existía, que se haya podido hacer a unos cuantos pesos y que disfrute ahora de la gloria eterna y de ciertas licencias como la de permanecer callado frente a las atrocidades del régimen castrista o, para no ir más lejos, que se olvide de su condición de periodista y guarde estratégico silencio cada vez que se cercena el sagrado derecho de la libertad de expresión y prensa. Cuba, la patria de su amigote Fidel, lleva más de medio siglo sin ella, y Gabo mudo.

Pero ese no es el caso, ni el punto central de este artículo. Lo cierto es que para los grandes escritores colombianos que no se llamaran Gabriel o apellidaran García Márquez, no hubo lugar alguno en la fiesta literaria que se vivió en Medellín y Cartagena. Ni los alcaldes, ni el Presidente, ni el Nobel, ni nadie honró sus memorias, o hicieron siquiera una alusión pequeña de sus vidas, sus escritos, o sus aportes a la gramática y al buen uso de la lengua.

Borrados del mapa literario quedaron grandes plumas como las de Marco Fidel Suárez, José Asunción Silva, Guillermo Valencia, Rafael Pombo, Gonzalo Arango, Jorge Isaac, León de Greiff o Eduardo Zalamea Borda.

Los paisas que son tan orgullosos de sí mismos, se olvidaron de prohombres literarios como Manuel Mejía Vallejo, Tomás Carrasquilla o Porfirio Barba Jacob.
Personajes como don Rufino José Cuervo sólo fueron recordados a manera de anécdota curiosa, para decir que se trataba del bisabuelo de la ministra de la Cultura, Elvira Cuervo; pero nada sustancial se dijo ni de él ni de ninguno de los otros, que no cuentan en el imaginario cultural de la Nación y que por lo mismo ignoran la mayoría de los de mi generación.

El breve momento que fue el Congreso de la Lengua Española es a la vez nuestra realidad constante, pues somos muy dados a ensalzar a unos y olvidarnos de otros.

Por fuera de las aulas, del colegio y de la universidad, he llegado a varios de esos autores, pues nuestra academia es más bien esquiva al noble oficio de exaltar sus memorias y promover la lectura de sus clásicos entre niños y jóvenes que crecieron a la sombra de los Cien años de soledad y para quienes no existe producción literaria distinta, ni escritor más prolijo que ese en Colombia.

Así como los músicos intentan ahora recuperar las tradiciones rítmicas autóctonas del país, mediante las nuevas versiones que han lanzado con canciones viejas pero muy propias de nuestro haber musical, los escritores modernos y los profesores de literatura y lengua, también deberían embarcarse en la aventura de recordarles a sus pupilos, que la literatura colombiana no nació con Macondo ni puede morir con él.

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