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La mala palabra

La coincidencia entre las opiniones locales de Uribe y las globales de Bush vienen de la obediencia. Uribe cree en el autoritarismo vertical

Antonio Caballero
27 de marzo de 2005

A uno de los más recientes grupos uribistas -pues los múltiples sectores uribistas se la pasan formando nuevos grupos y partidos y movimientos para diferenciarse de los otros uribistas- el presidente Álvaro Uribe acaba de hacerle llegar un mensaje perentorio: sean lo que sean -frente, coalición o grupúsculo-, lo único que no pueden hacer es llevar en el nombre la palabra 'liberal'.

Y es que Uribe, que durante muchos años hizo carrera política al amparo de ese adjetivo, es en la realidad profundamente antiliberal. Es decir, enemigo de todas las mejores cosas que ha conquistado la civilización de Occidente en los últimos tres siglos de su historia, desde la Revolución Gloriosa contra el absolutismo regio que hicieron los ingleses a finales del XVII y la Ilustración encabezada por los franceses desde principios del XVIII. Del liberalismo vienen la independencia y la soberanía de los estados (de los que las tienen) y las libertades y los derechos de los ciudadanos frente a esos estados: o sea (donde la hay) la organización democrática de la sociedad. En el liberalismo se asientan la sociedad civil y la separación de la Iglesia y el Estado, la descolonización de los países sometidos y la liberación de las minorías (o mayorías) oprimidas, la libertad de la prensa, la posibilidad de la crítica. Es decir, todas aquellas cosas que, como lo ha demostrado en sus dos años de gobierno, el presidente Uribe considera perjudiciales e incómodas. En resumen: la libertad política. Esa participación de los ciudadanos en el poder que es garantía de las demás libertades.

Uribe detesta todo eso. La sola mención de la palabra 'derechos' -derechos humanos, derechos de la oposición, Derecho Internacional Humanitario- le provoca urticaria. Esa entelequia, o ese embeleco, que es la llamada 'sociedad civil' le parece una invención de la subversión, o incluso, ahora que se le está saliendo hasta por las orejas su vena religiosa, una invención del diablo. En su opinión los ciudadanos, o más exactamente los súbditos, no pueden tener opción distinta de la de apoyar activamente al Estado contra lo que él llama la amenaza terrorista; de ahí viene su llamada 'seguridad democrática', que de democrática no tiene más que el nombre, pues es la misma negación de la democracia: una seguridad basada en la sospecha generalizada, en la delación pagada, en las redes de informantes, en la incorporación forzosa de los soldados campesinos al aparato de seguridad, en las detenciones masivas y en la eliminación de las garantías judiciales. De la misma manera, en el campo de la política exterior los países, o más exactamente las colonias, no pueden tener opción distinta de la de apoyar irrestrictamente al poder imperial en lo que mande: contra la amenaza terrorista otra vez (tal como el Imperio la defina), o contra el narcotráfico, o a favor de su propia expansión comercial mediante el Tratado de Libre Comercio, que es más bien un tratado de comercio sometido.

Esa coincidencia entre las opiniones y las acciones locales del presidente Álvaro Uribe y las opiniones y las acciones globales del presidente de los Estados Unidos George Bush no viene de la casualidad: viene de la obediencia. Para Uribe el mundo entero, como el país, debe tener una estructura jerarquizada de autoritarismo vertical. Por eso calca tan rigurosamente las filias y las fobias del presidente Bush: su filia religiosa, su fobia por la libertad. Con ellas cree Uribe que ganará su reelección, como Bush ganó la suya hace unos cuantos meses: arrinconando al insípido y desmañado candidato demócrata en una esquina 'liberal' que ni siquiera era la suya, para que esa demonizada palabra lo desacreditara ante los ojos de los votantes norteamericanos. Del mismo modo, hace quince años, había desacreditado Bush padre a su rival el demócrata Dukakis.

Pues lo que saben los antiliberales es que la gente es conservadora, en todas partes. Y por eso son diversa y simultáneamente adorados hoy en el mundo antiliberales de tan variado pelaje como Bush y el papa Wojtila, como el ruso Vladimir

Putin y el venezolano Hugo Chávez, como Fidel Castro y Álvaro Uribe. Estamos dando un paso atrás de 300 años en materia de civilización política cuando la palabra 'liberal', que resume lo mejor de la revolución intelectual burguesa de los últimos siglos, se convierte en una mala palabra.