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La manilla azul

Vértigo fue lo que sentí cuando después de casi dos años de abstinencia vacacional, era posible alejarse de la rutina 24.

Semana
22 de noviembre de 2010

Playa Cristal (Parque Tayrona, Nejuanje), sus puesticos de cherna o róbalo con arroz con coco, y patacones; New York, Nan Pang, vietnamita, langostinos en salsa muy picante con arroz blanco y vegetales, 20 dólares para dos. Lima, al infinito. Pero esta vez tiene que ser mar, yo y el mar.

En esta caída libre, alguien recordó haber pasado unas vacaciones de película en República Dominicana. Yo extremista, comenté que esos conceptos me parecían abominables, mamotretos todo incluido, con mil restaurantes en los que todo sabe a lo mismo. No, usted no tiene ni idea, me dijeron. Hay unos hoteles increíbles y la comida es buenísima. Langosta, langostinos, jaibas y pescados de todo tipo, todo el día. No hay que hacer nada, solo relajarse. ¿Por qué no?

Permítame su muñeca izquierda por favor… y quedé marcada con la manilla azul (lo siento, Millos), en una recepción abarrotada de rusos, franceses, italianos, españoles y argentinos, de un hotel de una gran cadena española, perdón, de la reconquista española. Ya sé lo que sienten las vacas. Eran las 11 de la noche, los restaurantes ya estaban cerrados, pero la pizzería del sector ZX-57, a tres kilómetros de donde estábamos según el mapa, prestaba aún servicio. Pizza, hmm… Dejar las maletas en la habitación con cama de colchón extrablando, apto para Ricitos de oro en la escena “cama de mamá osa que nunca supo lo que era una hernia discal”.
 
Nada mejor que una buena tajada de pizza, sea cual sea su receta, americana, napolitana DOC, sudaca con maíz y plátano maduro. Escojo una tajada de peperonni y hago fila para calentarla. Mi estómago ya no sueña, ruge. Finalmente, el manjar y el primer bocado: la gruesa masa, es arremetida por mis dientes en busca de su crocancia, pero es convertida en un chicle baboso e intragable de sabor crudo y ahumado. Nos miramos con terror. ¿Y el hambre? A punta de dedos, quitamos el queso, el peperoni y a la boca, sin masa. Mi estómago bota su primera lágrima.

Amanece, la playa es muy linda llena de asoleadoras azules como mi manilla. Tengo derecho a todo lo azul, pero no a los príncipes, ya lo sé. Mar, mar, pero antes un desayuno rodeado de panes, huevos en cualquier preparación, mucha fruta a lo Caribe, chocolate o café. ¡Nada como desayunar en un hotel!

El comedor principal está abarrotado, no, no, no soy homofóbica. Desayuno Buffet. Me sirvo panes de todo tipo, en un lugar alguien prepara huevos al gusto, pero la cola es infinita. 
 
Dentro del concepto de no tener que hacer nada, sí tendré que hacer fila. El chocolate es espeso y la leche para “rendirlo” está fría. Soy tratada como si fuera Meg Ryan en “When Harry met Sally”: quiero el steak a la mostaza Dijon, sin la mostaza, con tomates en rodajas muy finas y que el término sea ¾ pero que parezca ½… así mis exigencias no pasen de querer leche caliente. Me conformo con los huevos del samovar, invento magno para grandes comidas, donde las preparaciones que llevan tres horas cocinadas mantienen aún el calor, aunque sea lo único que mantengan. En fin, mi vena del gusto se seca con especies de alimentos y sin ni siquiera pan fresco.
 
Un dato curioso: los quesos, frescos, maduros, de todo tipo, y al lado del mar Caribe. ¿Será famosa República Dominicana por sus quesos? ¿Y mi cultura gastronómica? Google: El 40% de la producción de leche en esta isla es destinado a la industria de los quesos, frente al 18% en Colombia.

Playa, brisa, mar y pensar en el siguiente bocado. Me entero de que hay varios restaurantes en el complejo. Mexicano, italiano, japonés, brasilero, pero hay que reservar. ¿Desde la habitación? No, haciendo fila en una caseta. Llego, otra fila, mi turno, muestro mi manilla y ya no hay turno sino para el italiano a las 9:30 p. m. ¿Puedo reservar para mañana? No, tiene que venir temprano, el mismo día (me tocará poner el despertador para estar tipo 6:00 a. m.). Esa noche y después de acicalarnos, estamos listos para entrar al primer “restaurante” a través de su fachada florentina de Papier-mâché tipo Disney. Tienen prosciutto di Parma, gracias y otra vez buenos quesos, pero no hay nada más que pueda cultivar mi necesidad lingüística.

Los días de vacaciones transcurren, madrugo, hago filas, a donde voy, muestro mi manilla azul, y ¿la comida? Un desastre. Como último recurso nos recomiendan ir al comedor principal, donde varían todos los días el menú. Los samovares ofrecen pastas flotantes en agua caliente, misteriosas salsas y mejor no preguntar ingredientes. Un día, lo que parece un camarón entero con todos sus fierros hace aparición en la sección C. El recipiente muestra unos últimos ejemplares… Forcejeo con mi vecino y salgo victoriosa. En nuestra mesa, un sabor arenoso y reposado nos baja del cielo, otra vez.

Y así, cuando toda esperanza había desaparecido y mi neura gastronómica había alcanzado su límite, apareció el oasis en el desierto, rodeado de arena blanca. Era un chiringuito en la playa en el que hacían hamburguesas a ritmo dominicano. Eran armadas in situ y la plancha funcionaba bien, con un pan untado de margarina y dorado en el mismo lugar. Perfecto. Muestro mi manilla en el comedor principal y logro así sonsacarme tomates, lechugas y salsas. Seis mordiscos después, mi estómago sonríe por primera vez. Los siguientes días, solo una fila tuvimos que hacer y hamburguesas y hamburguesas pudimos disfrutar al lado del mar azul como mi manilla.

En el vuelo de regreso a mi Bogotá gris, intento sin éxito quitarme la manilla azul. Ya en el taxi y enfurecida, le pido al conductor que me pare en el Carrefour más cercano. En la pescadería pido mi coctel de camarones de los días de mercado y luego compro un cortauñas. Liberada y exorcizada recupero la cordura y digo finalmente: Nunca jamás.


*Chef.


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