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La oscuridad de los inocentes

“Si en Colombia los victimarios directos, además de su Estado y de su Sociedad, no asumen la culpa por la violencia, entonces, no tiene ningún sentido hablar de justicia”.

Semana
29 de abril de 2006

Un ser metiendo la pala en la dura tierra. Cavando a altas horas de la noche el lugar donde se desplomará su cuerpo. Obligado a cavar su propia sepultura sabiéndolo. Prolongar su vida durante unos minutos o segundos. Cada palazo un ahogo. En cada palazo anticipa el dolor futuro de su familia, de sus seres queridos que no saben dónde está en ese momento. Sus piernas sudan. Pide hasta la confusión que Dios aparezca en ese momento, pero Dios no aparece.

Luego, asesinado; posteriormente, su cuerpo o lo que queda de él es arrastrado a la fosa. Se lleva en sus pulmones un poco del aire de esta vida que no lo recuerda. Los perpetradores tal vez beben ron o aguardiente mientras escuchan un vallenato sabanero: la faena es larga, y falta remover más tierra.

Ya son 179 restos encontrados en sólo 14 nuevas fosas comunes durante los últimos 16 meses. Cada departamento tiene sus fosas o es al mismo tiempo una fosa –realmente es difícil establecer la diferencia. Esta es la herencia que nadie quiere de nuestros antirrevolucionarios, y también de los revolucionarios. Son tantas que el Estado no da basto y le toca a sus propios familiares cavar en su dolor y soledad. “Lo eché en una bolsa [a su hermano] y me lo llevé en la canoa por el río Catatumbo como dos horas. Llegué al parque de La Gabarra a las 4:30 de la tarde y se lo entregué a la Fiscalía, que estaba haciendo las exhumaciones” (El Tiempo, 16-04-2006). Cuántos seres sin historia cavan en este justo momento.

Suponemos que el hombre es el único animal que le duelen sus muertos, que le duelen tanto que los entierra del modo más decoroso posible. Suponemos también que es un animal con conciencia moral, lo cual hace entre otras cosas que se sienta culpable y juzgue. No obstante, esto al parecer no corresponde plenamente con la realidad, por lo menos en lo que a Colombia se trata. Un país como Alemania, por ejemplo, ha asumido la culpa individual de las atrocidades cometidas por sus militares durante la Segunda Guerra Mundial en la forma de culpa colectiva, y la ha asumido de modo tal que aún las generaciones más jóvenes han tenido que cargar con una historia que ellos no labraron. Pero en Colombia no hay lo uno y mucho menos lo otro.

Si en Colombia los victimarios directos, además de su Estado y de su Sociedad, no asumen la culpa por la violencia que se ha derramando en los campos y ciudades, entonces, no tiene ningún sentido hablar de justicia. Si la asunción de la culpa no es un asunto relevante, por consiguiente tampoco serán relevantes el duelo, la reparación y el propósito de la reconciliación nacionales. Y en este caso, la justicia no dejará de ser sólo un remedo, una obra teatral en la que todos somos actores. Una obra donde nos hacemos creer a sí mismos que tenemos justicia, y donde intentamos también hacerle creer al mundo que nuestra dramaturgia es real.

No se trata de imaginar una sociedad que se autoflagela hasta el exceso por la violencia con la que ha convivido, sino de revelar que estamos en una sociedad donde la sucesión de los acontecimientos la desborda permanentemente hasta el punto que desconoce casi por completo su propia desgracia. Y al desconocerla, no la asume. Aquí lo inmediato es más relevante que el presente, y este último lo es más que el futuro próximo.

¿Será esta una forma de poder sobrevivir? Es más que eso. Las fosas comunes que han aparecido en los últimos días en el país son confundidas por algunos con descubrimientos arqueológicos de épocas prehistóricas. Una gran proporción de los jóvenes no distingue que la guerrilla y los paramilitares son distintos, tampoco sabe que nuestros abuelos se mataban por la bandera liberal o por la conservadora.

Este desconocimiento que muta en la forma de indiferencia, y que para algunos investigadores sociales puede parecer un salvavidas, es un tipo especial de ignorancia que borra de la memoria el reconocimiento de nuestra historia y de nosotros mismos. De tal forma que cada generación vive la violencia como algo nuevo, propio de su tiempo –cuando no la confunde con alguna película estadounidense de su tiempo. Cada violencia sepulta a la otra como capas de tierra diferentes.

Pala sobre pala se entierran sin que haya tiempo para pensar, y mucho menos para juzgar porque la ignorancia de cada generación la hace inocente. En estas condiciones es difícil vislumbrar soluciones de fondo a la crueldad que nos ha acompañado en los últimos cincuenta años. Si el Estado y la sociedad colombiana no asumen con profundidad los desafíos éticos que ha producido la violencia, lo que se ignora por inocencia o por cinismo pervivirá en cada nueva generación.

"Tememos que vamos a encontrar más cuerpos", dijo el saliente ex fiscal Luis Camilo Osorio, y no se equivocó. La frase puede servir para cualquier década pasada; pero también puede servir para décadas futuras si nuestra vacuidad olvida o ignora el sufrimiento que ha arropado este país. En estas condiciones alguien seguirá cavando. Alguien deseará narrar su historia fatídica aunque esté entre la humedad de la tierra. Y estos seres seguirán suplicando con sus huesos en la oscuridad de la noche, aunque nadie los escuche, ni los recuerde.

*Politólogo. Docente ocasional Universidad Nacional de Colombia, Universidad del Rosario.

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