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Paz Chicha

Guerras del siglo XIX. Conflictos sociales del siglo XX. Política pendular ante la insurgencia. Acuerdo con las FARC se impone, las discusiones no se resuelven. La paz requiere del cambio de las perniciosas prácticas políticas.

Juan Manuel Charry Urueña, Juan Manuel Charry Urueña
22 de febrero de 2017

Nuestra sociedad ha sido inconforme, dividida, violenta y convulsionada; la paz nos ha sido esquiva y nada augura que las cosas cambien.

Basta recordar la gesta de independencia particularmente violenta. Las guerras civiles del siglo XIX, centralistas contra federalistas 1810-1816, la guerra de los supremos 1839-1842, la guerra de los artesanos 1854, la guerra entre el Gobierno y los caudillos liberales de las provincias 1859-1862, la guerra de los colegios 1876-1877, la guerra civil de 1895, y la guerra de los Mil días 1899-1902. Guerra tras guerra sin resolver propiamente las diferencias.

Luego vino la separación de Panamá 1903, que sumió el país en la desesperanza. El siglo XX dio paso a otra clase conflictos, la masacre de las bananeras 1928, el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán 1948, la violencia bipartidista 1946-1958, que culminó con el Frente Nacional, y su derivación en guerrillas socialistas y comunistas 1964-2016, la guerra del narcotráfico con el asesinato de cuatro candidatos presidenciales 1990 y su conclusión con la Constituyente, un año más tarde. Los conflictos sociales, la exclusión, el dinero fácil del contrabando y el delito causaron una ceguera ética. Paradójicamente, los conflictos internos han producido muchos más muertos que la guerra con Perú, la participación de Colombia en la Segunda Guerra Mundial y en la guerra de Corea.

El siglo XXI se inició con una importante pérdida de frontera marítima con Nicaragua, en virtud de un fallo de la Corte de La Haya 2012. Las relaciones de los gobiernos con las guerrillas, en particular con las FARC, transitaron desde el ejercicio de la fuerza y la represión con Julio César Turbay y Álvaro Uribe, hasta los intentos de lograr acuerdos con Belisario Betancur, Andrés Pastrana y Juan Manuel Santos, pasando por posiciones intermedias o mixtas como los gobiernos de Virgilio Barco y César Gaviria, que lograron acuerdos con el M-19 y el EPL. El abandono de las fronteras y las veleidades de una sociedad indecisa generaron una política pendular ante la insurgencia, del diálogo a la confrontación.

El acuerdo firmado con las FARC el 24 de noviembre del 2016 tiene antecedentes poco halagüeños. De un lado, porque se trató de una política del gobierno Santos que implicaba una ruptura con su antecesor y enfrentamientos con otros sectores. De otra parte, porque la ciudadanía negó la refrendación a pesar de la muy alta abstención. En forma sorprendente, las fuerzas políticas tradujeron el resultado electoral en la necesidad de suscribir un nuevo acuerdo, que en la práctica consistió en la reforma de algunos de los temas más polémicos, refrendados por el Congreso, uno de los órganos de más baja imagen favorable ante la opinión. Luego, vinieron los debates jurídicos, ¿Se podría implementar el nuevo acuerdo por el procedimiento abreviado del Acto Legislativo 1 de 2016, a pesar de su refrendación parlamentaria? Entonces, la Corte Constitucional produjo una lánguida y confusa sentencia, y el Consejo de Estado, a raíz de una denuncia por información engañosa en la campaña del plebiscito, dictó una medida cautelar ordenando la implementación del acuerdo de paz, por la vía rápida. Así las cosas, las discusiones en torno al acuerdo con las FARC no se resuelven sino que se superan, se imponen hechos cumplidos, casi de manera irreversible, dentro de una sólida estrategia de eficacia.

La paz no es impuesta por un partido ni un gobierno, como tampoco se gana en los tribunales con habilidad jurídica. La paz requiere de la participación del pueblo, de amplios consensos nacionales y del cambio de las perniciosas prácticas políticas. Mientras las rencillas partidistas utilicen los mecanismos jurídicos como armas políticas, mientras crímenes sistemáticos exterminen decenas de líderes sociales y defensores de derechos humanos, mientras la corrupción corroa los cimientos del Estado y los altos índices de impunidad la alienten, no tendremos más que una paz chicha e incierta, que presagia nuevas guerras y conflictos violentos.

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