La paz no solo es un derecho, también es un deber de obligatorio cumplimiento y un bien superior asegurable. Los grupos armados ilegales, que solicitan negociar con el Gobierno, por definición son infractores de este deber constitucional.
Se han concedido más de 63 indultos y 25 amnistías desde 1820, y más recientemente se permite a los gobiernos negociar con rebeldes e insurgentes, sin que se haya logrado consolidar la paz, más bien se advierte que cada vez se amplían más los márgenes de concesiones y constituyen incentivo perverso alzarse en armas.
El Decreto 2591 de 1991, que regula la acción de tutela, califica la paz como un derecho colectivo y señala que no procede el ejercicio de esta acción, aunque procedería la acción popular para los derechos de esta naturaleza.
La Corte Constitucional habría reconocido un derecho a la tranquilidad, consistente en una paz individual relacionada con la dignidad de la persona, que sería objeto de protección mediante acción de tutela.
En cumplimiento del acuerdo con las Farc, se incluyó en la Constitución el artículo 22A, donde se reitera el monopolio legítimo de la fuerza y del uso de las armas por parte del Estado, en particular de la fuerza pública, y se prohíbe la organización, promoción y financiación de grupos civiles armados con fines ilegales.
La Corte Constitucional, en su momento, consideró que la disposición contribuía a afianzar el mencionado monopolio, a lograr el fin del conflicto y a contribuir a que este no se repita. Lamentablemente, el conflicto continúa.
Ante el reconocimiento y patrocinio de guardias indígenas y campesinas, armadas con palos y bastones, se podría decir que son organizaciones reconocidas por la ley y que no portan armas de guerra o poder destructivo significativo. Aunque demostraron que pueden asesinar a miembros de la Policía, ante la impotencia militar inducida u ordenada por el presidente.
Diferente e igualmente grave, cuando el Gobierno con el pretexto de iniciar negociaciones permite a grupos ilegales ejercer poder territorial, inhibiendo la acción de la fuerza pública, como beneficios paralelos a los diálogos.
No, el Estado no puede, en modo alguno, permitir el uso de las armas de estos grupos ilegales y menos aún impedir a la fuerza pública cumplir con sus funciones constitucionales.
A lo anterior, se suma la extraña convocatoria gubernamental a la manifestación para la obtención de la propiedad de la tierra, la cual no tendría objeción alguna si no fuera por que corresponde al mismo gobierno tramitar tal propiedad, por los bloqueos a las vías públicas y el vandalismo que ocasionan con frecuencia.
Tenemos un presidente procedente de la insurgencia, reinsertado a la vida política, que a veces parece más un rebelde al interior del Estado: limitando la fuerza pública, su antigua enemiga; convocando a la plaza pública para soportar sus propuestas, en lugar de acudir al Congreso; empeñado en unos cambios, que no tienen respaldos mayoritarios; abandonando territorios a la ilegalidad, los viejos propósitos de la beligerancia y el narcotráfico; en fin, intentando una revolución “blanda” desde la discutible legalidad reinterpretada.
Qué triste y decepcionante, alzarse en armas para proponer cambios inalcanzables, reinsertarse a la vida política sin lograr la paz, y ganarse el poder democráticamente para continuar veladamente la subversión.
