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La polémica de la OEA

Tiene razón Mario Vargas Llosa: “La imbecilidad es un factor que debe ser tomado en cuenta en la vida política”.

Antonio Caballero
24 de julio de 2000

Tiene razón Mario Vargas Llosa: “La imbecilidad es un factor que debe ser tomado en cuenta en la vida política”. Así lo demuestra su polémica en las páginas de El País de Madrid con el secretario de la Organización de Estados Americanos (OEA), César Gaviria, en la cual lo único que queda claro es que los dos tienen razón: el otro es un imbécil.Cada cual lo dice del otro. Para el escritor peruano, Gaviria es “la mediocridad encarnada”. Para el ex presidente colombiano, “la capacidad de análisis político (del escritor) es proporcionalmente inversa a sus logros literarios”. Y en sus textos respectivos —artículo del uno, carta abierta del otro— ambos hacen gala de la misma imbecilidad: los dos se tragan entera la patraña grotesca de la OEA.

Así, los dos repiten machaconamente que la OEA se creó para defender la democracia y los derechos humanos en las Américas. Vargas Llosa considera que en un principio sirvió para eso, pero que “de un tiempo a esta parte” se ha vuelto una institución “perniciosa” que “sólo actúa para socavar las bases de la legalidad y la libertad en América Latina y para proporcionar coartadas y justificaciones a sus verdugos”. Gaviria cree que es al revés: que al principio no funcionaba bien (“en algunos casos la OEA no defendió con el debido empeño la democracia y los derechos humanos”), pero que ahora sí es una maravilla (“desde el fin de la guerra fría nuestros gobiernos se han movilizado con eficacia para defender la democracia en las Américas cada vez que ella ha estado amenazada”). Pero ninguno de los dos parece darse cuenta de que la OEA no se creó para eso, sino para todo lo contrario. Para promover los intereses de su miembro dominante, los Estados Unidos, con el pretexto del anticomunismo y a costa de la democracia y de los derechos humanos en el resto de las Américas.

La OEA surgió, como deberían saber hasta los ex presidentes colombianos y los ex candidatos presidenciales peruanos, de la Novena Conferencia Panamericana reunida en Bogotá en abril de 1948: justo cuando el país anfitrión se hundía en una dictadura sangrienta con el pretexto de que “los comunistas” habían incendiado la ciudad. Y en los 52 años transcurridos desde entonces han pasado por las narices de la OEA, y sin que ésta moviera un dedo, un centenar de dictaduras en el continente, tanto militares como civiles, casi siempre impuestas y siempre respaldadas por los Estados Unidos, con el pretexto de la lucha contra el comunismo. Y hasta Gaviria debería saber que esos que él llama “componente esencial de las relaciones panamericanas” (los principios de no intervención, de respeto por la soberanía de los Estados y del derecho a la autodeterminación de los pueblos) han sido violados 100 veces por el intervencionismo norteamericano: en Guatemala, en Chile, en Santo Domingo, en Cuba, en el Brasil, en Haití, en Nicaragua, en Panamá. Y siempre con el aplauso de la OEA, que sólo ha servido, como dice Vargas Llosa, “para proporcionar coartadas y justificaciones” a los verdugos.

Si de verdad Gaviria cree lo que dice, no se equivoca Vargas Llosa al juzgarlo un mediocre: no se ha enterado de nada. Y si no lo cree, pero lo dice, su mediocridad es aún más patente: se contenta con su cargo sonrojante de títere mentiroso de ventrílocuo (y hasta quiso repetir).

Pero también tiene razón Gaviria, por su parte, en su despectivo juicio del cacumen político del novelista peruano, pues en su artículo también hay verdaderas perlas de imbecilidad. La de creer, por ejemplo, en la “decencia” y “verdadera consecuencia democrática” del gobierno norteamericano, que condenó “en términos tajantes” el fraude electoral de Fujimori, dando un ejemplo que no siguió la OEA. ¿Condena tajante? A ver cuánto dura la “consecuencia democrática”. Porque ¿cuándo ha visto alguien —así sea un escritor de ficción— que los Estados Unidos hayan condenado un fraude electoral? ¿O un golpe de Estado? ¿O una dictadura?

Sí, una: la de Cuba. Pero no porque sea dictadura, sino porque no está al servicio de los intereses norteamericanos, como lo han estado todas las demás del continente, desde la de los Somoza en Nicaragua hasta la de Pinochet en Chile. Vargas Llosa, que ha escrito excelentes novelas sobre varias de ellas —la del dominicano Trujillo, la del peruano Odría— debería haberse dado cuenta de que a todas ellas, sin excepción, las respaldaban los Estados Unidos, y las habían impuesto ellos. Sin ir más lejos, el tenebroso asesor de Fujimori (“el asesino, torturador, ladrón y cómplice de narcotraficantes” Vladimiro Montecinos, como lo llama Vargas Llosa) y la “cúpula militar a sus órdenes” fueron seguramente educados en esa Escuela de las Américas que los Estados Unidos han convertido en el criadero de todos los torturadores y de todas las cúpulas militares de América Latina.

Otra perla de perspicacia: sospecha Vargas Llosa que los gobiernos de la OEA no condenaron el fraude peruano por “pudores progresistas”: porque “no querrían aparecer apoyando demasiado a Estados Unidos”. ¿Tan poco los conoce? Lo que menos quiere en la vida un gobernante latinoamericano es parecer progresista: no vaya a ser que los Estados Unidos lo tomen a mal. ¿Y diferenciarse? Menos: no lo quiera Dios.

En fin de cuentas el pugilato de tontería lo gana de lejos Mario Vargas Llosa. Porque lo de César Gaviria se entiende: la OEA le paga el sueldo. Pero que a estas horas de la vida venga Vargas Llosa a percatarse con asombro de que la OEA es una institución perniciosa y que socava la libertad provoca risa, o lástima. Parece mentira que le haya tomado 52 años caer en la cuenta de semejante obviedad. No es que su capacidad de análisis político no esté a la altura de sus dotes literarias: es que da la impresión de que no hubiera leído los libros que él mismo ha escrito.

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