Home

Opinión

Artículo

LA REALIDAD MAGICA

Semana
27 de junio de 1988

En el aeropuerto de Medellín un hombre de barba rubia, mochila al hombro, chaqueta deportiva y zapatos de lona aborda el reluciente avión que espera a sus pasajeros, como un pájaro de plata, bajo la primera luz del día. Las señoras llevan paquetes y maletines de mano. Alguien carga, como todo viajero que viene de la capital antioqueña, una cajita con chocolates de la dulcería "Astor".
Diez minutos después, cuando los pilotos están sobrepasando las montañas que bordean el Valle de Aburrá, el hombre de la mochila dice que lleva una granada, despierta a las mujeres que cabecean un sueño atrasado y secuestra el avión.
El realismo mágico, que es un mundo superior a la violencia y al crimen, comienza en el aeropuerto de Aruba, en medio de policías que vigilan la nave y de negras gordas que venden fresco de jengibre a los turistas.
Con los tres pilotos acorralados en la cabina de mando, blandiendo una terrorífica granada que después resultaría de plástico, el delincuente dice que quiere trasladarse a la India. Los aviadores lo miran pasmados. "Lo que pasa -explica el hombre de la barba rubia- es que tengo cáncer y quiero que me cure la Madre Teresa de Calcuta".
Todo eso, según comprobarían más tarde las autoridades navales, era mentira. No importa. Para los efectos de esta crónica, lo que vale la pena es descubrir que hasta en un crimen atroz, como el secuestro de una avión, los colombianos tienen la formidable imaginación que se requiere para meterle magia a la realidad. No se sabe, hasta el momento de escribir estas líneas, qué piensa sobre este episodio la Madre Teresa.
A pesar de la sangre que corre sobre el mapa nacional, y mientras hermanos destrozan a sus hermanos, hay un halito de misterio que recorre nuestra realidad. Se necesita tener una sensibilidad especial para percibirlo. Es como un viento suave que va removiendo las capas cotidianas de nuestras vidas, cambiándolas por una especie de recreo poético.
Recuerdo ahora lo que pasó, hace muchos años, en San Bernardo del Viento. La gente del pueblo no lo ha olvidado jamás. Un balandro de contrabandistas, que desconocían el arte de las mareas en la Boca de Tinajones, encalló en unos playones. En la mitad de la noche subió de nuevo la mareta y desplazó la barca contra los terraplenes.
Al día siguiente, cuando madrugaron los primeros pescadores, encontraron las orillas cubiertas de televisores japoneses cigarrillos rubios de Virginia, grabadoras magnetofónicas, vajillas chinas, etaminas de Holanda, whiskey escocés.
Mis hermanas, muertas de la dicha, compraban a los campesinos de la región pelucas hechas con el cabello de modelos inglesas a cincuenta centavos cada una. La gente, en romerías, echaba sus atarrayas y sus anzuelos para pescar un cartón de Marlboro y cambiarlo por Pielroja en las tiendas del pueblo. Un tío mío pescó un gallo de pelea, de porcelana, que todavía conserva en la sala de su casa.
Lo mágico, lo fascinante, lo que realmente confirma el prodigio, es que a estas alturas de la vida, treinta años después de la pesca milagrosa, no hay poder humano que convenza a los vecinos de San Bernardo del Viento de lo que realmente ocurrió. Mi madre, por ejemplo, se niega a escuchar la explicación sobre la lancha de los contrabandistas y sostiene, con la mayor frescura de este mundo, que aquella madrugada de milagros fue el mar el que produjo semejante oleada de cachivaches extranjeros.
Si la memoria no me falla -a lo mejor sí, porque la vejez no viene en vano- creo que es Vargas Llosa el que relata lo que aconteció un día en el sur profundo de la Argentina, al pie de la Tierra del Fuego. Zozobró la embarcación que transportaba un circo, de pueblo en pueblo, en aquellas regiones glaciales. Las brigadas de rescate trabajaron inútilmente.
Pero una semana después las ballenas alegres que saltan a la superficie llevaban en el lomo un mico maromero, un payaso con el maquillaje despintado, un trapecista enredado en el travesaño de su columpio. Como en el caso de los contrabandistas de mi pueblo, también el mar estaba devolviendo lo que se había tragado. Eso es el realismo mágico.
De manera, pues, que hay que condenar a la cárcel, sin contemplaciones, al sujeto que secuestró el avión en pleno vuelo.
Pero, por lo menos, es menester reconocerle su capacidad creativa para inventarse la historia de la monja Teresa y sus curas milagrosas.
Los seres más poéticos del mundo son los niños y los animales. Son mágicos. Mi hija, que no levanta una cuarta del suelo habla por un teléfono imaginario con amigos que no existen. Les pone quejas porque su madre es muy severa y les cuenta que anoche estuvo en la luna hablando con los hombrecitos siderales. El gato de una amiga mía se ha vuelto gordo de tanto comer ratones imaginarios a los que caza con la seriedad silenciosa de una pantera. Estoy de parte de los pescadores de pelucas de San Bernardo del Viento, de las ballenas que cargaban contorsionistas en los mares del sur, del gato que se relame el bigote después de manducarse una presa irreal, de la niña que cada noche viaja a un lucero y regresa a casa a tiempo para tomarse su tetero. La realidad real es muy cruel y es ordinaria. La realidad mágica, en cambio, es un canto a la vida y a la imaginación del hombre.

Noticias Destacadas