Home

Opinión

Artículo

La ruptura

Los candidatos no podrán seguir encandilados con el Caguán: tendrán que proponer fórmulas coherentes para llevarnos hacia la victoria

Semana
26 de febrero de 2002

Paso lo que tenía que pasar. Enterramos un proceso de paz que nació muerto porque estaba amarrado a la zona de distensión. Y que había perdido sentido geopolítico desde el asesinato de los indigenistas. Es más: no hubo proceso de paz. Hubo un malentendido largo y costosísimo.

Pasará lo que tenía que pasar. Se agravará la guerra. Y los candidatos no podrán seguir encandilados con el Caguán: tendrán que proponer fórmulas coherentes para llevarnos hacia la victoria. Es más: esta no es una guerra; es una larga matazón inútil.

Así que perdimos todos. Perdieron, más que nadie, las Farc, porque su proyecto histórico quedó barrido definitivamente. Nunca pudieron —jamás podrán— ganarse el corazón de los humildes ni tomarse el poder por las malas. Y su premio de consolación —las famosas reformas negociadas— hubiera sido posible bajo Clinton pero no bajo Bush: desperdiciaron su última y su mejor oportunidad.

Perdimos los civiles desarmados, porque aquí no hay guerra civil sino guerra contra los civiles. Sin oxígeno ni futuro político ninguno, los actos de las Farc serán aún más descaradamente criminales. Igual que la respuesta de los paramilitares —más aupada y menos controlada a partir del momento—.

Colombia perdió cuatro años en un malentendido elemental. La guerrilla pensaba —con razón— que los acuerdos eran la condición para dejar de delinquir. La opinión —ilusa— pensaba que, al revés, mientras las Farc siguieran delinquiendo no había nada que acordar. Hasta que un nuevo acto criminal llenó la copa.

O sea que el fracaso de este proceso mal concebido y mal llevado nos hizo saltar a la conclusión de que la paz negociada no es posible. Es una falacia obvia pero imparable y por supuesto trágica en sus resultados.

Renunciamos a uno de los instrumentos que la dirigencia, si fuera más lúcida, habría usado para acabar la guerrilla —pues de esto se trata—. Virgilio Barco, para no ir muy lejos, logró desmovilizar 8.000 guerrilleros con la mezcla precisa de “mano tendida” y “pulso firme”.

Sin más manos tendidas ni por tender, hoy nos queda aferrarnos a la esperanza de que este y el próximo Presidente tengan el pulso preciso para combinar los instrumentos restantes:

1. Contundencia militar/policial: inteligencia, movilidad, bloqueo a las finanzas —y resultados, sobre todo, resultados—.

2. Impuestos de guerra: que comiencen los ricos.

3. Llamada a filas de la élite educada: la guerra se gana con talento.

4. Dirección política de las Fuerzas Armadas: la guerra es demasiado grave para dejársela a los generales.

5. Más apoyo de Bush: radar, aviones y —sobre todo— dólares para atacar las causas subyacentes.

6. Estímulo a la deserción: la guerrilla, para muchos —muchísimos— no es más que un modo de vivir.

7. Deslinde con los paramilitares, de palabra y de obra: su guerra no es nuestra guerra.

8. Solidaridad con los desplazados: son un millón de gritos en la conciencia.

9. Mano tendida al ELN: del ahogado, el sombrero.

10. Gasto social masivo en las regiones de conflicto: será el auténtico “Plan Colombia”.

11. Resistencia civil sin armas: si la locura de estos criminales tiene un límite.

12. Mediación internacional —tan pronto sea posible— para que el próximo proceso de paz de veras sea un proceso de paz.

Y al menos un efecto positivo. Estábamos a punto de elegir un Presidente para que entrara al Caguán. Ahora se abre la posibilidad de escoger al candidato que mejor sepa y mejor pueda combinar esos 12 instrumentos que nos quedan.

Pasará la rabia y vendrá la reflexión: es lo que este columnista le pide a un Dios que lleva tantos años sin mirar a Colombia.