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La sedición, los políticos paras y los paras políticos

El gobierno y los líderes políticos nacionales deben buscar una manera de acatar a la Corte, respaldar su trabajo, no ceder al chantaje de los jefes desmovilizados y, a la vez, salvar el proceso de Justicia y Paz. Es la hora de los grandes estadistas

Semana
28 de julio de 2007

La decisión de la Corte Suprema de Justicia hay que acatarla sin chistar, por dos razones: es vital en una democracia preservar la separación de poderes y su fallo se hizo en derecho. No es que la Corte sea ciega o no quiera la paz. Esta se ha jugado con una gran valentía al investigar en profundidad a aquellos políticos que, mientras se decían representantes del pueblo, estaban socavando las mismas instituciones que juraron defender, y de la peor manera. Sobre esa justicia sólida se construye paz duradera. Y era claro que los magistrados no iban a dejar que una leguleyada se colara por la puerta de atrás, les desbaratara su trabajo y les impidiera hacer justicia.

Equiparar la sedición al concierto para delinquir agravado les servía en bandeja la fórmula salvadora a los políticos acusados de vínculos con el paramilitarismo para ponerles punto final a sus procesos. El ejercicio implicaba una gimnasia ética digna de un contorsionista: ¡un senador o gobernador que cobra sueldo y viaja en carro oficial se declara en sedición contra el Estado que representa, es decir, ¡contra sí mismo! Pero en materia de cabriolas morales nadie parece ganarles a nuestros políticos.

Es evidente, sin embargo, que un efecto del fallo deja al proceso de paz con las AUC en tierra movediza. Incluso, pone también en vilo eventuales procesos con las mismas guerrillas, si se tiene en cuenta que nadie en Colombia realmente calza con la clásica definición de sedicioso: alguien que se levanta contra el Estado en armas porque quiere construir uno mejor. Como en el resto del mundo, nuestros grupos armados ilegales están llenos de mugre. Están en todos los negocios sucios: tráfico de drogas y de armas, lavado de dinero y sus actividades se tejen con las de las mafias delincuenciales de cada lugar. Las recientes declaraciones del narcotraficante ‘Rasguño’, que confesó abiertamente cómo compraba base de coca a guerrilla y a paramilitares, sin distingos, es apenas una muestra de esta realidad.

Además, cuando se mira caso a caso, cada vez más las “operaciones” (eufemismo para masacre, secuestro, extorsión, atentado) guerrilleras o paramilitares las motivan dos intenciones: la de prosperar en los negocios (conseguir dinero, afianzar rutas de narcotráfico, robar fincas, etcétera) o los motivos personales de sus miembros (le gustó la mujer de otro, le quedaron debiendo una plata, le mataron al papá). Como decía hace poco un analista, con gran sabiduría, el de Colombia es un conflicto de vengadores.

Cada vez que el Estado colombiano ha negociado con los grupos ilegales armados, ha tenido que reconocerlos como fuerzas políticas no porque tengan o no ideales, sino porque pusieron a la sociedad en jaque y no hubo otra manera de enfrentarlos. El reconocimiento de los paramilitares como fuerza política tampoco lo definió el hecho de que se hayan alzado en contra del Estado o favor de él (de hecho, siempre le hicieron daño). Lo definió el reconocimiento del Estado colombiano de que era incapaz de detener la máquina de terror de las AUC (mil masacres en menos de una década, miles de homicidios, niños quemados vivos, mujeres violadas, campesinos decapitados, dos millones de desplazados). Por eso negoció con ellos y buscó los instrumentos jurídicos que pudo: la mayoría de los 30.000 desmovilizados salió libre por sedición, y casi 3.000 se sometieron a la nueva Ley de Justicia y Paz porque como habían cometido delitos de lesa humanidad (excluidos de la ley de sedición), pensaron que les iba mejor si colaboraban con la verdad, la justicia y la reparación, y obtenían, a cambio penas reducidas.

Entonces, aunque en términos jurídicos tiene sentido lo que argumentó la Corte de que “aceptar que el delito ejecutado por los paramilitares constituye sedición, burla el derecho de las víctimas y de la sociedad a que se haga justicia”, no lo tiene en términos políticos. Al contrario, fue darles ese carácter político a los paras lo que permitió detener (no del todo, pero sí en gran parte) la barbarie paramilitar, y eso protegió a las víctimas. Tener ese proceso de paz con las AUC vivo, por más lleno de problemas, protege más a la población civil que habita en sus zonas de influencia de ayer y de hoy, así se acaba.

¿Qué hacer entonces? El gobierno y los partidos y líderes empresariales y sociales colombianos tienen en sus manos un enorme reto político: acatar el fallo de la Corte e impedir que el proceso de Justicia y Paz se rompa. Sería demasiado costoso para las víctimas y ciudadanos inermes de medio país donde los paras podrían causar 10 veces más estragos de los que están causando hoy.
En el intento de encontrar salidas, los colombianos no podemos dejarnos chantajear por los ex jefes de las autodefensas.
 
Paradójicamente, las continuas bravuconadas de los miembros de las AUC huéspedes de Itagüí ponen cada vez más en evidencia su pequeñez política para entender la enorme generosidad que la sociedad ha tenido con ellos, y desnudan su lógica extorsiva, mafiosa.
Pero, a la vez, las fuerzas políticas colombianas deben crear un andamiaje jurídico que le dé cabida a este proceso de paz y al del ELN, y eventualmente, a uno con las Farc, a sabiendas de que aunque sus luchas arrastran la misma mugre que las de las AUC, el Estado, incapaz de derrotarlas, debe reconocer su estatus político para alcanzar una paz negociada. Y la trampa que sí debemos evitar, a toda costa, es que con la disculpa de salvar el proceso con las AUC, se busquen normas para exculpar a los parafuncionarios públicos (sean congresistas, gobernadores o militares) y sabotear el admirable trabajo de la Corte Suprema.

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