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La violencia y las diferencias entre mujeres

Preguntarnos por las diferentes formas que asume la violencia sexual contra diferentes mujeres podría servirnos para responder mejor y prevenir esa violencia.

Isabel Cristina Jaramillo, Isabel Cristina Jaramillo
3 de julio de 2020

La última semana he estado siguiendo, o más bien, me han estado siguiendo, dos debates que involucran violencia sexual. Uno es el que ha suscitado la serie de anónimos que denuncian conductas, inaceptables unas y delictivas otras, del director de cine colombiano Ciro Guerra. En un reportaje publicado en Las Volcánicas, Catalina Ruiz Navarro y Matilde Londoño relatan con gran detalle siete casos de violencia sexual perpetrada por el mencionado director de cine. Frente a las preguntas de las periodistas, el acusado expresa sorpresa y se siente inquieto por conocer nombres exactos de las denunciantes. Sugiere que puede darse una situación de vulneración de su buen nombre.

Los relatos, sin embargo, están llenos de detalles que cualquier mujer blanca de clase media reconoce: la aproximación torpe de un hombre con pocos encantos que después de tomar mucho licor decide pasar de la insinuación al ataque. Lo particular es que el hombre que despliega estas actuaciones tiene el poder y prestigio suficientes para intimidar a sus víctimas y hacerlas resignarse a sepultar estos incidentes como si fueran simplemente eventos incómodos y no auténticos hechos de violencia. Lo sistemático del comportamiento, por otro lado, sobresexualiza para todas el ambiente de trabajo y genera desasosiego y desesperanza más allá de los casos concretos: si trabajar en cine implica aguantarse esto sin poder decir nada entonces mejor encontrar un marido y dedicarse a cuidar los hijos. Lo más interesante es que todas estas mujeres prefieren no denunciar ni acudir a las autoridades porque no confían que el proceso pueda devolverles nada de lo que han perdido. Sus esfuerzos se dirigen, más bien, a alertar sobre el patrón y advertir sobre un predador muy particular.

El otro debate se hiló en torno al caso de violación en manada de una indígena embera menor de catorce años. En este caso lo primero que vi fue el aviso de la Fiscalía en el que se reivindicaba la eficacia de la persecución penal por haberse logrado sancionar con pena de prisión a los siete militares perpetradores del ilícito. El aviso decía que la sanción sería por el delito de abuso sexual y me pareció raro porque el abuso supone que no hay violencia y en ningún universo me resulta concebible que, si siete militares tienen sexo por dos días seguidos con una niña, pueda hablarse de consentimiento. Es lo que tendría en mente el legislador cuando estableció en el artículo 212A que la violencia de la violencia sexual incluye la violencia psicológica o intimidación, la detención arbitraria y la utilización de “entornos de coacción”.

Y es que vale la pena aclarar que, en Colombia, toda conducta sexual que se realice con una persona menor de catorce años se considera abuso; pero si la conducta sexual conlleva violencia, definida ampliamente como acabo de explicarlo, entonces ya no es abuso sino violencia. No se acumulan y el abuso no excluye la violencia. La violencia es la calificación propia de la actuación. Llamar a esto abuso reitera patrones de devaluación de la sexualidad de las niñas, al tiempo que da lugar a tenebrosos comentarios de personas como María Fernanda Cabal que terminan culpabilizando a la víctima por la violencia que padece: es que las niñas indígenas seducen a los militares, leí en alguna parte que dijo. Prefiero no recordarlo. 

¿En qué se parecen y cómo son distintas estas violencias? ¿Es esto algo de lo que podemos hablar? ¿Puede compararse el dolor? En la conversación que he leído en los medios y redes sociales me parece que se impone una interpretación feminista según la cual las mujeres vivimos en un continuo de violencia en el que toda la violencia sexual tiene una raíz común: el desprecio por las mujeres y la erotización de la dominación. En esta interpretación, no caben graduaciones o explicaciones causales, toda la violencia es igualmente dañina, es igualmente machista y es igualmente digna de ser castigada.

En un sentido estoy de acuerdo con este esfuerzo por mostrar que en últimas la desigualdad se convierte en violencia y que la violencia cuesta. Pero no logro aceptar que lo que le pasó a la niña embera sea tratado como si fuera igual que lo que les pasó a las jóvenes molestadas por Ciro Guerra. Me parece que tenemos que aceptar las diferencias entre las mujeres para poder dar cuenta de las posibles graduaciones y respuestas a los casos. La autora norteamericana Kimberlé Crenshaw introdujo la expresión “interseccionalidad” para poder hablar de las diferencias en las vivencias de las mujeres negras en los Estados Unidos.

Aunque su abordaje del tema resulta algo sencillo a la luz de las diversidades que se despliegan en nuestra realidad y la atención que se ha dirigido a las mujeres más vulnerables, las discusiones de esta semana me han obligado a reconsiderar el punto que Crenshaw intentaba elaborar: la experiencia de las mujeres está marcada no solamente por su condición como mujeres, sino por su raza, etnicidad y clase social. Lo importante para ella no era, sin embargo, la intensidad o acumulación de agravios. El asunto no es que les vaya peor a las mujeres negras, aunque en últimas esto también es verdad. El asunto es que es diferente y porque es diferente tenemos que tener herramientas para entenderlo.

Yo no creo que lo que le pasó a la niña embera sea simplemente diferente; creo que es mucho peor. Pero estoy convencida que tener en cuenta la diferencia étnica debería servirnos para entender por qué la violencia sexual que se despliega contra las mujeres indígenas tiene estas características de desprecio y crueldad extremas que no tiene la violencia sexual que es frecuente entre las mujeres no racializadas o no pertenecientes a pueblos ancestrales. La violencia sexual contra las mujeres afrocolombianas también tiene características distintas de las que pocas veces hablamos. Recientemente una estudiante en mi clase de feminismo mencionó que ella, como mujer negra, sabía que los hombres blancos pensaban que “comer negra es como ir al cielo”.

Sentía que esa creencia llevaba a una forma de objetualización particular. Cuando la describió no pude identificarme con ese relato: ¿de verdad? ¿Eso es lo que te han dicho? Actué como mi marido cuando lee los relatos de mujeres víctimas de violencia: ¿dónde están esos hombres? Es que no se me ocurre por qué harían eso… es lo que me dice. Así, aunque reconocer el machismo y la desigualdad como una raíz común a la violencia es importante para todas, preguntarnos por las diferentes formas que asume la violencia sexual contra diferentes mujeres podría servirnos para responder mejor y prevenir esa violencia. Nuestra solidaridad como mujeres tiene que ser capaz de contener por lo menos ese nivel de altruismo y empatía.