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La virgen de los colombianos

Semana
1 de enero de 2001

Pasada la estruendosa polémica que desató la película «La virgen de los sicarios», basada en la novela homónima de Fernando Vallejo —quien también hizo el guión—, es prudente entrar a considerar aspectos que van más allá de la controversia que por fortuna ha favorecido a la película y a sus realizadores. Y para bien de todos, porque promover un boicoteo, así sea con una simple invitación, es un hecho deplorable para el arte y vergonzoso en la actualidad. Sobre todo, cuando la sugerencia para no ver «La virgen de los sicarios» expele un tufillo moralista que pretende esconder lo que también somos y patina en definiciones obsoletas sobre realidad y ficción.

Para quien conozca el trabajo literario de Fernando Vallejo no es una sorpresa encontrarse con la propuesta irreverente y osada que hace la película. Es más, la obra de Vallejo hace un aporte singular a la literatura colombiana al convertirse él mismo en un autor, más que maldito, catártico. Somos muchos los que al leerlo o escucharlo hemos querido poner en nuestras bocas sus palabras desenfrenadas para fustigar a quienes de una manera irresponsable y negligente nos han sumido, y lo siguen haciendo, en un estado de total desesperanza.

Por otro lado, surge el manoseado discurso sobre la imagen del país en el exterior, tan de moda de un tiempo para acá entre quienes les importa más cómo nos ven desde afuera que cómo nos vemos, nosotros mismos, aquí dentro. Lo que muchos pretenden ignorar, dentro y fuera, es que buena parte del problema que involucra a estos muchachos del sicariato, viene de la misma comunidad internacional. Bien es sabido que el problema del narcotráfico también es un asunto de oferta y demanda, que la primera no subsistiría sin la segunda, y que la lucha por controlar este mercado ha sido causante de la violencia que no sólo generan y padecen estos jóvenes, sino también, todos los colombianos.

Pero hay un hecho importante que no se puede pasar por alto: los sicarios no son un producto exclusivo del narcotráfico, o lo son en el sentido en que la mafia le da vigencia al significado de la palabra: «asesino asalariado», pero los muchachos que estaban dispuestos a matar por dinero ya existían con mucha anterioridad, y aunque nos duela, ellos sí son nuestro producto exclusivo, engendro de la sociedad, de la iglesia y de todos los gobiernos, que por mezquindad, inconsciencia y egoísmo, hicimos lo que nos sugirieron hacer con la película: no ver nada. Pero era mucho lo que estaba pasando. Muchachos, gente joven, sin las mínimas condiciones para llevar una vida que pudiera llamarse, siquiera, decente; sin los espacios apropiados para dejar sus inquietudes, sin oídos que escucharan su grito inconforme, hijos de otra violencia anterior a la actual, que sacó a sus padres y abuelos de sus tierras y los trajo a las ciudades, otros desplazados de nuestra guerra eterna. Muchachos que esperaron a que alguien los viera en sus lomas, esperando recostados en los muros, gestando una violencia que aprovechó la mafia para poner algún dinero sobre la mesa y formar así su brazo armado para ponernos en jaque, como todavía nos tienen. Recibimos de estos muchachos una violencia que no merece apología, pero que nos obliga a pensar que ellos también nacieron violentados.

Para cautivar a estos jóvenes —y a la sociedad, a la política y a la iglesia— el narcotráfico no sólo mostró su dinero, sino un modelo de vida, falso y fugaz, de lujos y opulencia, y nos enseñó lo que también sería su peor legado: la mentalidad del dinero fácil, el que se le quita a otro con violencia a la vuelta de la esquina, en un «tumbe» o más sofisticadamente, por medio de la corrupción. Una mentalidad que ya se ha enquistado en nuestra conducta, y que si tenemos suerte, paciencia, solidaridad y tolerancia, podremos modificarla en las próximas generaciones, porque lamentablemente es muy poco lo que se puede hacer con las existentes.

Frente a este rápido panorama es posible colegir que nuestra realidad se presta para excesos, y que nada ganamos con esconderlos, o con promulgar que al menos nadie debe enterarse de ellos, y si bien los trapos sucios podrían lavarse en casa, nuestro país tampoco es el Disneylandia caribeño que le montan a los mandatarios extranjeros cuando nos visitan.

Como sociedad, hay que tener la suficiente madurez para comenzar a separar la realidad de la ficción, así éstas a veces se confundan, y ya que como ciudadanos nunca hemos estado a la altura de nuestra realidad, hay que darle la oportunidad a quienes se sirven de ella para hacer ficción para que nos ayuden a vernos, desde otra perspectiva, a través del arte, aunque éste no puede ser nuestro único punto de vista. El arte nos puede ayudar a conjurar los demonios que nos agobian pero no se le puede exigir que llegue a la herida para sanarla. A pesar de «La virgen de los sicarios» y de cuanta manifestación artística florezca de nuestros problemas, seguiremos irremisiblemente perdidos entre los exabruptos de nuestra realidad, a menos que la misma virgen nos haga un milagro.

Jorge Franco Ramos, nació en Medellín, estudió cine y literatura. Ha publicado el libro de cuentos «Maldito amor», y las novelas «Mala noche» y «Rosario Tijeras».

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