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LAS CHARRETERAS DE BOLIVAR

Las charreteras que si eran genuinas, no representaban al verdadero Bolivar. La espada, que no lo era, sí.

Antonio Caballero
10 de junio de 1991

HACE YA MUCHOS AÑOS, EN UNO DE los gestos más publicitados de nuestra más reciente guerra, el M- 19 se llevó de la Quinta de Bolívar la espada del Libertador. Era un símbolo clarísimo -aun- que, como sucede siempre con lo que toca a los símbolos, la acción del grupo guerrillero recibió interpretaciones diametralmente contradictorias. Para empezar: ¿fue un robo? ¿fue una recuperación? Pero en fin: si no el del hecho, el símbolo del objeto era claro: la espada del Libertador representa la libertad de Colombia y de América. De ahí en adelante las opiniones divergen: libertad bien guardada, como lo estaba la espada en su caja de cristal -o no tan bien guardada, puesto que fue muy fácil llevársela. Libertad confiscada, como la espada en un museo pero no demasiado tiempo encerrada, como se pudo ver. Etcétera.
Hace unos meses, en una ceremonia también bastante Sublicitada, el M-19 devolvió la espada robada, o entregó la espada recuperada, como se prefiera. En todo caso, también esta vez la acción era simbólica: era la rúbrica protocolaria a la entrega de las armas de la guerrilla, que está abriendo por fin el camino de la pacificación y la reconciliación y tal vez, con suerte, el de la libertad y la justicia (como lo soñó el propio Bolívar), aunque se trate de un camino dibujado con mucha sangre todavía. Así lo mostró, sin ir mucho más lejos, el sacrificio de Carlos Pizarro, primer jefe civil del M-19, y la entrega simbólica de su sombrero blanco al Museo de la Quinta de Bolívar. La entrega de la espada era el símbolo del ingreso del M-19 en la lucha política pacífica: el adiós a las armas, ya efectuado -tanto simbólica como realmenteen el pueblo de Santo Domingo.
Hasta aquí, el juego de los símbolos es relalivamente simple. Pero hay más. Por lo visto -o eso dicen ahora los expertos la espada tan traída y llevada no era la de Bolívar, lo cual también es un símbolo: en Colombia todo termina siempre siendo lo que no es, pareciendo otra cosa, representando su propio contrario o pretendiendo hacerlo, como en sus más negras horas de pesimismo previó (también) Bolívar.
Vivimos en la ambiguedad, el mal entendido, la mentira, la falsificación. Nada es claro en Colombia, salvo la turbiedad.
Y esto no sólo por la posibilidad -apuntada por muchos de que el M-19 hubiera devuleto de mala fe una espada distinta de la que se llevó; sino por el hecho de que la que se había llevado no era la de Bolívar, aunque la presentaran como tal: era falsa. (A lo mejor era de Santander). Del mismo modo ban intentado siempre, los mismos que encerraban la espada en una urna para que fuera inofensiva, falsificar nuestra historia para volverla incomprensible.
Como la espada misma: se mira, pero no se toca. Y precisamente para denunciar esa falsificación de la Historia se robó la espada el M-19. No hace mucho, los académicos de la Historia armaron un escándalo contra los audaces autores de un libro de historia de Colombia para niños que, según los académicos, no era lo bastante referencial para con nuestros grandes hombres, o simplemente nuestros hombres ricos.
(No trataban irrespetuosamente, digámoslo de paso, al propio Bolívar, que es tal vez el único de nuestros grandes hombres que nació rico y murió pobre, y no al revés).
Pero lo malo es que hay todavía más. Al tiempo con la espada -que a lo mejor era falsael M-19 se llevó las charreteras de Bolívar, que según parece sí eran auténticas. Y si la espada del Libertador simboliza, como es obvio, la libertad, en cambio sus charreteras simbolizan -como también es obvio aunque sea contradictoriola autoridad.
Espada puede llevar un niño desnudo. Charreteras, pesadas. Las charreteras, que sí eran flecos de oro en los hombros, solamente un general. No el Libertador Bolívar, sino el general Bolívar, y quizás, si extremamos la suspicacia, el Dictador Bolívar. Pues la dictadura fue una tentación constante del Libertador, el cual, para su gloria, la rechazó siempre, aceptándola sólo de modo transitorio y con repugnancia moral en momentos de extrema necesidad política. Lo decía en Angostura, en 1818:

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