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Las dos caras de Bogotá

En Bogotá hay 3 millones 800 mil personas que ganan menos de 5.600 pesos al día para cubrir todos sus gastos. Este es solo uno de los indicadores que refleja la pobreza que hay en Bogotá. María Teresa Ronderos, editora general de SEMANA, escribe sobre la catástrofe social que vive la ciudad.

Semana
29 de septiembre de 2003

Hacen falta fórmulas creativas que conecten a la ciudad rica con la ciudad pobre. Sólo así se podrá proteger a los más vulnerables.

Hace unos días, en uno de los paupérrimos cerros de los Altos de Cazucá, donde el municipio de Soacha colinda con Bogotá, una maravillosa luchadora social me explicó los tres tipos de pobreza extrema que hay en la capital. Una es la del lumpen, la del Cartucho, de Cinco Huecos, los inquilinatos de Santa Fe y del Centro. Es la de la peor violencia, la que convive con el crimen, la droga, la prostitución. Allí se trafica la dignidad por un desayuno.

Otra es la de algunos barrios más consolidados de Ciudad Bolívar y de Usme. Esa pobreza es la de gente humilde que tiene muy poco, pero suficiente para que haya esperanzas de progreso.

La tercera es la de los recién llegados en Cazucá, en Bosa, en las últimas lomas de Ciudad Bolívar, despojados de todo; sólo les queda el miedo que los sacó corriendo de sus parcelas y una gran vulnerabilidad frente al monstruo urbano.

Entre las tres pobrezas hay por lo menos 200.000 niños en altísimo riesgo: de ser maltratados, de crecer desnutridos, de enfermarse de frío y diarrea, de no poder ir a la escuela, de no tener vacunas; niños madurados a la fuerza, que se vuelven padres a los 13 años.

Entre las tres pobrezas (sin contar la de Soacha) hay 3.800.000 que ganan menos de 5.600 pesos al día para cubrir todos sus gastos (están por debajo de la línea de pobreza) y dentro de esos, 1.140.000 ganan menos de 2.800 pesos diarios (son indigentes). Cada bogotano de ese millón apenas tiene 84.000 pesos al mes para pagarse comida, vestuario, vivienda, transporte, educación y salud.

Estas mismas cifras de Bogotá Cómo Vamos revelan que uno de cada cuatro habitantes de Ciudad Bolívar no cubre sus necesidades mínimas de una vivienda digna, o de acceso a los servicios públicos, viven hacinados o no van al colegio. Las proporciones en Usme y San Cristóbal son similares.

Además, hoy uno de cada cinco bogotanos en edad de trabajar está sin empleo, cuando en 1995 no había ni un desempleado por cada 10 habitantes hábiles.

Es una catástrofe social lo que vive Bogotá. Es cierto que se ha hecho mucho: alcantarillado y acueducto a millones de habitantes que no lo tenían; ambiciosos programas de asistencia social que han sacado a cientos de las calles devolviéndoles su condición humana; el parque y la bicicleta que pone a todos en igualdad de condiciones. Pero la crisis económica y la guerra han hecho estragos.

Y grandes males necesitan grandes y muy creativos remedios. Por eso es frustrante escuchar a los aspirantes a la Alcaldía de Bogotá hablar sobre el tema. Lo que proponen no es malo. Lo que pasa es que son ideas tímidas, como sin un sueño propio que las empuje.

El citado estudio revela que los ricos tienen en Bogotá un ingreso 56 veces más alto que el de los pobres. La ciudad cobra más impuestos, eso es necesario, pero no suficientes para achicar la desigualdad. Y menos cuando lo que vive Bogotá (y Colombia) hoy es una emergencia que requiere una movilización extraordinaria. ¿Acaso si la ciudad hubiese vivido un terremoto que hubiera dejado desamparados a 200.000 niños no se conmovería toda la sociedad para aliviar de inmediato su inmensa necesidad?

Es inmoral que la condición de estos niños no despierte medidas inmediatas con metas de fecha fija. Se pueden explorar fórmulas creativas para sensibilizar y poner a trabajar a la ciudad rica de los empresarios y las clases medias acomodadas. Por ejemplo, un lector de El Tiempo propuso inventarse el Día Sin Hambre, en lugar del Día Sin Carro. Por un día, poner a toda la ciudad rica a darle de comer a la pobre, en una jornada cívica, festiva, transformadora no porque le sacie el hambre al millón de bogotanos indigentes por un día, sino porque le abra los ojos a cientos de miles que ni siquiera conocen el barrio donde viven su empleada del servicio o el celador de la cuadra.

O como anotó hace unos días en una conversación el periodista Darío Restrepo, inventarse una especie de ciclorruta alterna que conecte la ciudad rica con la pobre; unos canales de comunicación entre una y otra para que se encuentren y se descubran. Por ejemplo, poner a los jóvenes de bachillerato de los estratos 3, 4, 5, y 6 a trabajar en un proyecto, hombro a hombro con los de los estratos 1 y 2. O montar un Centro Distrital de Conexión con la Realidad, una especie de banco de necesidades a donde las personas que quieran donar plata, tiempo, conocimientos, asesorías, compañía puedan ser referidos rápidamente a alguien que los necesite en la ciudad. O un programa Cable a Tierra por el que se pueda apadrinar con cariño y algún apoyo económico a un niño.

Ya son muchísimos los bogotanos que trabajan hoy por los más pobres, pero dependen demasiado o del gobierno o de las donaciones internacionales. Por ejemplo, un colegio de la Corporación Dios es Amor que educa y alimenta a casi 1.000 niños en Altos de Cazucá, subsidia su labor con donaciones de familias canadienses, holandesas y neozelandesas que apadrinan a los estudiantes. ¿Cómo es que no se han construido casi canales de solidaridad entre las familias bogotanas acomodadas y sus pares que están en el abandono total? ¿Qué tal si el gobierno local ayudara a orientar de manera más dinámica y enérgica la solidaridad de los más acomodados hacia sus vecinos pobres?

Son ideas rápidas para aportar a una campaña electoral particularmente pobre de ideales. Los candidatos a la Alcaldía tienen sus propuestas para atacar la pobreza, pero son recetas demasiado burocráticas, y contaminadas de este síndrome que tanto estamos sufriendo los colombianos últimamente: el de la dependencia excesiva de la ayuda extranjera. La rica Bogotá pidiendo limosna afuera, como una inválida que no sabe cómo enfrentar su propia y vergonzante desigualdad.

*Editora de SEMANA

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