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Las dos justicias

La justicia común no existe ni para los ‘de ruana’ ni para los de ‘cuello blanco’. Lo único verdaderamente democrático que hay en colombia es la impunidad.

Antonio Caballero
14 de julio de 2007

En las multitudinarias marchas contra el secuestro realizadas el 5 de julio en las ciudades de toda Colombia se pedían distintas cosas, a veces contradictorias, a distintas instancias y por parte de distintas personas. Unos les pedían generosidad a las Farc (y supongo que también al ELN) para que liberaran a los secuestrados que tienen en cautiverio: las docenas de secuestrados políticos por quienes piden canje de prisioneros al gobierno, y los centenares, tal vez millares, de secuestrados económicos por los que exigen rescate en dinero a sus familias. Otros le pedían al gobierno firmeza frente a las exigencias políticas de las Farc y persistencia en su propio empeño de rescate militar de los secuestrados. Otros más les pedían a las dos partes sensatez para que se sentaran a negociar un acuerdo humanitario. Pero no vi ni oí que nadie estuviera pidiendo lo fundamental: justicia.

Me refiero a dos clases de justicia, ninguna de las cuales existe en Colombia: la justicia social y la justicia común. La primera es una invención histórica relativamente reciente (data de las revoluciones norteamericana y francesa de finales del siglo XVIII) y se refiere al ordenamiento político y económico de la sociedad. La vienen prometiendo sin cesar todos los gobiernos que se han sucedido en este país desde la Independencia, pues consideran que de ella viene su legitimidad (y no del Derecho Divino); pero en la práctica se ha avanzado muy poco hacia su establecimiento. Lo cual, entre otras cosas, permite seguir prometiéndola.

En cuanto a la otra, la justicia común, se trata de la primera obligación y de la más importante función de cualquier Estado constituido. Y es también la primera a la que ha faltado, también desde sus mismos orígenes republicanos, el Estado colombiano. Así lo reconoce tácitamente el propio gobierno actual cuando se enorgullece de modo incomprensible de haber extraditado a más presuntos delincuentes que ninguno de sus predecesores para que sean juzgados por el aparato judicial de los Estados Unidos. Aquí no funciona ni la justicia penal ni la justicia civil, y mucho menos la llamada justicia militar, y ni siquiera la justicia de lo contencioso administrativo, que tiene que hacer sus trámites ante tribunales internacionales de arbitramento. Aquí no se absuelve a nadie, salvo por preclusión o vicio de forma o vencimiento de términos o declaratoria de impedimento. Y mucho menos se castiga a nadie, salvo por pura casualidad. Ni a los grandes criminales responsables de masacres de pueblos enteros ni a los pequeños ladronzuelos que raponean un reloj en una esquina, ni a los delincuentes políticos ni a los económicos, ni a los parricidas ni a los defraudadores del fisco. La justicia común no existe ni para “los de ruana”, como decía hace más de un siglo el señor Caro, ni para “los de cuello blanco”, como se dice ahora en traducción del inglés. No se han castigado, ni en vista de las propuestas de indultos y amnistías se van a castigar, ni los crímenes atroces de las autodefensas narcoparamilitares, ni los de las narcoguerrillas, ni del propio Estado: los varios millares de detenidos-desaparecidos de los últimos veinte años. No se castiga ni el secuestro extorsivo ni la evasión de impuestos, ni el descuartizamiento ni el espionaje telefónico, y tampoco el prevaricato de los jueces. Lo único verdaderamente democrático que hay en Colombia es la impunidad.

(A este respecto vale la pena ver la columna de Armando Montenegro titulada ‘La impunidad’, en El Espectador del domingo pasado).

Digo que la carencia de justicia es lo fundamental porque sobre ese hueco se fundamenta el conflicto armado civil que hay en Colombia. La ausencia de justicia social dio origen a las guerrillas, y en buena parte mantiene sus fuentes de reclutamiento. Aparecieron para tomarse la justicia social por propia mano, por decirlo así; y si han llegado a los extremos de la degradación, como es la práctica rutinaria del secuestro, es porque así lo permite la ausencia de justicia común. Los paramilitares, por su parte, surgieron en contraposición a la guerrilla para dos fines: el de mantener por la fuerza la injusticia social, y el de tomarse por propia mano, ellos también, la justicia común en vista de la impunidad que cobijaba los crímenes comunes de las Farc.

Creo que en la próxima manifestación multitudinaria –pues espero que haya más– se debe empezar por pedir justicia.

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