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LAS FRUTAS DEL CANEY

Añoro el agua parda y fresca del níspero, la carne lujuriosa del zapote, la semilla picante del marañón de monte

Semana
5 de junio de 1989


Camino por la playa de Santa Marta, blanca y ardiente, sin rumbo fijo. A veces hay que meter el pie en el agua, hasta el tobillo, para mitigar la sofocación. Al otro lado se ven las crestas de la Sierra Nevada de frente al mar. Un turista bronceado, con bermudas y zapatos de cuero, pasa luciendo sus medias de lana hasta las rodillas. Se peinó con brillantina.

El sol del mediodia es alto, blanco e impiadoso. El sudor de la cara de uno, que se desliza hasta el labio, tiene el mismo sabor del salitre que trae la brisa. El Ancón despunta a lo lejos. Un alcatraz, avión con plumas, planea sobre el agua, buscando la mejor pista para el amarizaje.

En el hotel hay murmullos de niños, salpicaduras de piscina, risas de veraneantes. Camareros que hacen cabriolas con azafates de bebidas frescas. Yo se muy bien que en este trópico iluminado lo único que quita la sed es la fruta. El camarero, que es servicial y gracioso, se ofrece a traerme una variedad de ellas.

El muchacho llega presto, atlético, y empieza a acomodar su encargo. Pone servilletas y cubiertos. Entonces ven el plato sobre la mesa: dos manzanas relucientes -como si las hubieran barnizado-, un durazno de pelambrera dorada y una copa de cerezas cubiertas de almibar.

Lo primero que siento es la tentación de protestar. Pero comprendo que el mesero no tiene la culpa. Lo que me invade, entonces, es una melancolía. Miro las palmeras, el sol entre sus cocos, un pájaro feliz que picotea.

¿Qué se hicieron las viejas frutas de nuestros sueños? Ahora, sentado ante esa comida extraña, parece que fueran apenas un buen motivo para la nostalgia. Añoro el agua parda y fresca del níspero, la carne lujuriosa del zapote, la semilla picante del marañón de monte.

Los bañistas que pasan a mi lado deben pensar que ese gordo de barba blanca, que contempla con tristeza las manzanas, debe haberse vuelto loco, porque está hablando solo. La verdad es que en voz baja, como quien entona una tonadilla, reconstruyo en la memoria los viejos cánticos que se oían en San Bernardo del Viento cuando venía Ignacio La Rosa en su burro, tocando la flauta de caña, con dos jolones cargados de frutas, pregonando: ¡Aquí están, mujereeeeees!... Las patillas de Patillal, los mamones de Mamonal, los caimitos de Caimital, las guayabas de Guayabal, los limones del Limonar, las piñuelas maduras, los aguacates del Carmen de Bolivar, las badeas de Lorica...

Y tocaba la flauta, el gentio lo rodeaba, mamá palpaba las guayabas agrias a ver si estaban podridas. Pero, como dice el cuento viejo, no hay fruta más sabrosa que la del cercado ajeno.
De modo que los muchachos abríamos un portillo en la cerca de palo de Josefa Julia Corrales para robarnos los caimitos morados que se estaban reventando de gordos. Lo único que quitaba en esos tiempos la goma pegajosa del caimito en la boca era la hoja esmerilada del mismo árbol.

Hoy, si hubiera caimitos, seguramente venderían un spray japones para limpiar sus huellas. Siquiera se murió el caimito, para no tener que añadirle, al dolor de su desaparición, la tristeza del atomizador especial.

Otro muerto ilustre, que me viene como desleído a través del recuerdo, en este prodigioso mediodía de Santa Marta, es el mango de chancleta, menos hermoso que el de azúcar, menos carnoso que el de masa, pero un poco más refinado que el de puerco, que crecía entre el fango y en las estacas de los corrales. El mango de chancleta tenía la extraña forma de esos seres humanos que llevan una mandíbula prominente. Ahora he venido a saber que eso es una enfermedad llamada prognatismo. Un amigo mio, que no conoce la palabra, dice que esas mandíbulas, tan similares a la semilla del marañón, son lo más parecido que hay en el mundo a un orina de pared, como los que ponen en los baños de los restaurantes.

En fin. Nada de mangos con quijadas ni caimitos con rociador propio. Se acabó. Pero si no puedo comerme un mamón de dos semillas, de lo que en mi pueblo llamaban."mellos", y que eran señal de buena suerte, lo menos me queda el derecho sagrado a la protesta. Me levanto de la mesa, saco pecho y dejo que las moscas se coman las cerezas con azúcar. Mi gaznate no pasará, en medio del universo del Caribe, como un hereje de esa manzana de California. No seré yo el apóstata. Dios me libre de una felonía semejante.

Y juro por la semilla matrera e irrompible de los mameyes que la próxima vez que me sirvan un durazno a la orilla del mar de nuestros amores, me declararé en huelga de nísperos caídos. Hasta que por fin comprendan que la carne lasciva del zapote es como una pasión desatada. Cantaré entonces, como los Matamoros, a las frutas de mi caney...

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