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Las metáforas de la corrupción

La consulta se perdió por una ñisca, pero es quizá el mayor triunfo de la democracia colombiana.

Alonso Sánchez Baute, Alonso Sánchez Baute
28 de agosto de 2018

El país fue capaz de desprenderse de odios, ideologías y partidismos y volcarse sobre una idea común, lo que esperanza la idea de que puede haber un rompimiento con el pasado; con esa pesada ancla que retrasa el progreso en la que algunos insisten por mezquindad política. Sin embargo, el ejercicio podría convertirse en fracaso si no se aprovecha esta oportunidad para adelantar un debate serio sobre la corrupción.

Una consulta no es un debate. Desafortunadamente, por el afán de ser contados los políticos todo lo politizan, esto es: lo convierten en un asunto de votos y de negociaciones de poder. ¡Urge despolitizar al país! Los colombianos ni siquiera sabemos exactamente de qué hablamos cuando hablamos de corrupción. Cada quien tiene su propia idea al respecto.

Dijo esta semana Angélica Lozano, a quien aprecio y respeto: “El problema ético es individual, es de cada ser humano y una ley no lo puede modificar. Pero con la ley sí se pueden hacer ajustes institucionales sobre la contratación, los salarios de los congresistas y las rendiciones de cuentas”. Las leyes ayudan, es claro, pero de nada sirven si sabemos que tan pronto se decretan se les encuentra la trampa. Hay que taladrar más en lo profundo: es cierto que el trabajo de los congresistas son las leyes, pero si de veras queremos cambios sociales hay que generar debates que ayuden en la pedagogía y creen conciencia alrededor de la ética, esa palabra que tanto ahuyenta.

Cuando enfrentamos un dilema ético solemos reaccionar diferente a la ética que creemos tener. Así está sustentado en investigaciones sólidamente argumentadas, como la de Bazerman, la de Bistrong o la de Morrison, por mencionar solo tres. En El crisantemo y la espada, Benedict contrapone la cultura de la vergüenza japonesa a la cultura de la culpa judeocristiana. En aquella, la gente a veces siente que hace cosas malas; en esta, la exclusión social hace sentir a la gente que es mala.

La discusión se hace más importante y compleja porque el problema maneja un lenguaje que impide llamar las cosas por su nombre. Se habla, por ejemplo, de “comisión” cuando lo que hay es un soborno. Se habla de lobby como algo normal, cuando es un soborno. Este lobby se da de muchas formas: intermediando pagos entre los “grupos de interés”, otro eufemismo, y los políticos; o entre estos y las empresas; o haciendo campaña a favor de una “causa” o de una persona: un candidato a equis cargo, por ejemplo; o pagando “estudios” a científicos que confirmen lo que un político necesita que digan. En fin. Unas veces media una coima; otras, un favor del que se deriva un beneficio.

Buscando evadir lo penal, el lenguaje distorsiona la realidad con expresiones como “costos de venta”, “costos de promoción” o “decisiones gerenciales”. Psicológicamente esto genera un efecto secundario: los involucrados, es decir los corruptos, se convencen a sí mismos de esas palabras. Le dicen a su consciencia: “No estoy robando al Estado, ni tampoco hago parte del engranaje de la mafia de la corrupción. Tan solo hago lobby”. El autoengaño, ese otro rasgo nacional. En Colombia ni siquiera hay sanción social para el corrupto. Incluso, muchos pagan cárcel y al salir siguen ladroneando porque se hacen a la falsa ilusión de que es un crimen sin víctimas.

Ojalá la preocupación nacional por la corrupción no pase a ser ahora simple manoseo de los políticos, pues se corre el riesgo de su banalización.

@sanchezbaute

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